05 enero 2014

Luis Pignatelli

Luis Pignatelli, nom de plume de Luís Oliveira de Andrade, nacido en Espinho en 1935 y muerto en Lisboa en 1993. Con un solo libro publicado en vida (Galáxias, 1973), la mayor parte de sus poemas aparecieron en revistas del más diverso pelaje o bien permanecían inéditos en el momento de su muerte. En 1999 la editora &etc reunió un buen número de ellos en un volumen titulado Obra poética. La imagen que este espejo nos devuelve es poliédrica, pero nunca fragmentaria. Pignatelli se atrevió a frecuentar casi todos los modos de decir de la poesía de su tiempo: desde el neo-realismo hasta la poesía concreta, pasando por el surrealismo o por una poesía verbal próxima al grupo “Poesía 61”. Y en esa audacia, que muchos entienden perjudicial para la obra de un poeta, veo yo la lucidez del inconforme, del inseguro, del que siempre busca nuevas maneras de aproximarse a lo que, en última instancia, no se puede nombrar. Pignatelli fue, por último, un espléndido traductor de nuestra lengua: entre otros, vertió al portugués a Neruda, Vallejo, Cernuda, Borges,… Aquí queda uno de sus poemas más verdaderos, 



la visita -1


para Pedro Marcos, mi hijo


están allí, todavía, las paredes de la casa, las ventanas de guillotina, la puerta alta, con batientes de hierro, una higa mirando hacia abajo, mano abandonada y ya sombría, tejas cubiertas de musgo, rotas, desperdigadas por el pequeño jardín lleno de arbustos, malas hierbas, un rallador de patatas (nuestro realejo) herrumbroso, una palangana esmaltada con dos pájaros azules, volando, en los lados, corroída, viéndose aún los clavos de aluminio que cubren agujeros antiguos

la abuela llenaba la palangana de agua, ponía dentro las lechugas, las lavaba, había también una maceta con perejil y hierbabuena, me gustaba la sopa de carne con una hoja de hierbabuena dentro, el aroma se extendía por toda la casa y el humo de la cocción empañaba los cristales del aparador de la cocina

por la tarde, el abuelo arrastraba hasta el patio su balancín holandés, se sentaba, mirnado al palomar, atento a los movimientos de los gatos callejeros, sobre las rodillas una escopeta (en agosto iba con él a tórtolas) con incrustaciones de plata y madreperla en la culata, un día mató uno de esos gatos, dijeron entonces que su vida tendría siete años menos, el abuelo murió con noventa, quizás sería por eso

la abuela, ella, murió mucho antes, tenía una cara oval como las de los libros iluminados, una señal en la barbilla, los ojos muy negros, rezaba al santísimo, toda la noche, con un rosario de cuentas de algarrobo (eran como campanillas de viento, murmullo fino), pasando las simientes una a una, meticulosamente, con sus dedos largos y blancos, algo nudosos ya, como quien separa el grano de la paja

a la cintura, sobre una de las sayas de merina negra, una faltriquera de terciopelo, en forma de corazón, bordada al matiz, donde guardaba las llaves de la despensa, el dinero y las medallas de los santos que veneraba, colgadas en un imperdible, en invierno nos curaba los sabañones, nos refregaba limón por los pies y por las manos, sabía curar el mal de ojo y la erisipela, creía en brujas y una vez nos contó que en noches de luna llena bailaban sobre las pezuñas, entre las moreras bravas, junto al río, donde también vivía una culebra de siete cabezas

miro lo que queda de la casa, rememoro: a partir de la segunda ventana, del lado sur, estaba mi habitación, daba a una plaza de grandes plátanos, a veces, de noche, me despertaba con el ruido de las motocicletas, me levantaba, iba a ver, miraba por entre las cortinas todas cubiertas de puntitos negros que las moscas defecaban en el verano, fuera, el follaje se estremecía, mis ojos veían una celosía de sombras, después el silencio, volvía a la cama, los pies congelados en el suelo frío, así me quedaba, en cuclillas, las rodillas junto a la boca, largo tiempo, mirando las vigas carcomidas, un polvo fino desprendiéndose de lo alto, cayendo, formando pequeñas pirámides en las esquinas de la habitación, oyendo esos berbiquíes de lumbre incendiando el corazón de las tablas, hasta dormirme

por la mañana se abrían las grandes hojas de las ventanas, la luz entraba, todo se limpiaba, ya no se podía dormir, a esa hora la abuela ya había bajado del desván donde hacía sus inhalaciones con hojas de eucalipto, se limpiaban los huevos, aún calientes de la gallina, se regaban los geranios del balcón, se tomaba la leche con café de cebada y rebanadas de pan negro con azúcar mascabado y aceite

de noche, en el verano, los escarabajos caían de los árboles con un ruido sordo, les clavábamos alfileres en la espalda, las alas crujían, se abrían como un abanico, mirando hacia arriba, estremeciéndose, parando después con un estertor súbito, una masa blanca, pegajosa escurría del abdomen, hormigas devorando sus cuerpos inertes, a la mañana siguiente, cargando lentamente hacia sus hormigueros pedazos de alas, patas, élitros, su alimento

miro ahora hacia el palomar: veo la higuera con las ramas dobladas hasta el suelo, las hojas ásperas, de un verde herrumbroso, deshilachadas, los campos desolados al fondo, el rastrojo quemado, el otoño

avanzo por entre las ortigas altas, me quedo parado en medio de la casa, miro una vez más las paredes, el asiento de una silla abandonado en un rincón, lleno de babosas, hongos, líquenes, la escalera del desván desmantelada, el suelo de baldosas con la gran mesa de pino donde el abuelo colocaba las tórtolas, las liebres, las codornices, entre ristras de cebollas, lombardas, ajos, ramos de laurel, el cinto con los cartuchos vacíos, la escopeta de dos caños y un olor a pólvora, intenso, acre

rememoro


(De Luis Pignatelli, Obra poética, 1953-1993, &etc, 1999; 
Traducción: LMM) 

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