13 noviembre 2015

Del Paso, Cervantes

México es un laberinto. Y no cualquiera, sino uno de los peores: aquellos de los que nunca queremos salir. Lo que no quiere decir que, una vez dentro, renunciemos a orientarnos. Tres son las lecturas obvias para el que, llegado a México, busca aprender a perderse en los laberintos de lo mexicano: los dos Rulfos (el alma), el Laberinto de la soledad (el intelecto) y La región más transparente (la palabra). Claro es que, hoy, después de haber vivido allá cuatro años, añadiría otros, sin los que no concibo lo mexicano: las Lascas de Díaz Mirón, la Muerte sin fin de Gorostiza, las Variaciones sobre tema mexicano de nuestro Cernuda, la Oración del 9 de febrero de don Alfonso Reyes, Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco,... Más los libros inclasificables de Torri y de Tario. Y los Belascoaranes de Paco Ignacio Taibo II. Bueno, y las de José Alfredo. Pero aquellos tres fueron los que escuché a mi llegada, los que en ese trance me ayudaron a sobrevivir, y los que por ello alguna vez recomendé a otros amigos que fueron a pasar un tiempo largo en aquellas tierras. Casi siempre que lo hice añadí un cuarto, las Noticias del imperio (el ser en el tiempo) de Fernando del Paso. Y no solo porque hubiera disfrutado su lectura, que llegó en un tiempo de mi vida en que comenzaba a dejar de leer novelas, sino sobre todo porque la obra del tapatío refleja una manera sincrónica de existir que me parece definitoria del mexicano -y que avizoro producto de la profundidad histórica de ese país. De todos modos, el Fernando del Paso que más me gusta no es el de la novela sobre el Maximiliano imperator, sino el del Viaje alrededor del Quijote, uno de los pocos ensayos de la bibliografía cervantina en que su autor consigue dialogar con el del Quijote en la tesitura que éste maneja magistralmente, clave de la universalidad de su obra, y que en cierto sentido tan ajena es a nuestro modo de ser: la de una ironía que no necesita llegar al sarcasmo para tocarnos con su profunda carga existencial. Motivos más que suficientes para alegrarse de la concesión del Cervantes a Del Paso. Si no bastaran, añádase uno más, y no menor: desde ayer, a la pregunta de quién es el último escritor mexicano premiado con el Cervantes, no será necesario contestar Elena Poniatowska. 

01 noviembre 2015

Una muerte sin fin
















La muerte acecha donde menos se la espera. Aquí, en su figura más burlona, ocupa el espacio vacío que corresponde a Muerte sin fin en esta fila, que bien podría ser parte de un canon de la poesía mexicana de los últimos ciento cincuenta años. Y "sonríe desde sus claros huecos, en nuestras propias frases despobladas".

23 octubre 2015

Nuevo libro de Nuno Júdice


Llega de Lisboa, como una lufada de brisa atlántica en este recio otoño madrileño, A Convergência dos Ventos, el libro más reciente de Nuno Júdice. Me reafirmo en lo que hace ya algún tiempo escribí aquí: cada nuevo libro de Júdice es una promesa de gran poesía, que además siempre resulta satisfecha. Y esto con una regularidad asombrosa, desde hace décadas, para el lector portugués. Pero también en los tiempos más próximos (circunstancia que añade un motivo a la celebración) para el español. Amén de las varias antologías aparecidas a raíz de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y de las ya existentes con anterioridad (en España y del otro lado del Atlántico), sus dos poemarios más recientes contaron rápidamente con ediciones en nuestro país: Navegação de Acaso (Navegación sin rumbo, Editora Regional de Extremadura, 2014) y O Fruto da Gramatica (El fruto de la gramática, Valparaíso, 2015). Una tónica que espero se continúe con esta entrega -demostrando que cada vez somos más los que cada año esperamos nuestra dosis, tan necesaria, de Júdice. Entretanto, aquí quedan dos poemas de A Convergência dos Ventos.




REGRESO A HÖLDERLIN

Cuando partí del extremo de que hölderlin podría
servir de ejemplo para el uso poético de la locura,
no había visto en qué circunstancias se había encerrado
en una habitación con una ventana que daba al río. Y cuando
la abría, el curso del agua le parecía el curso del tiempo
y se quejaba de su música, que comparaba
con el caer del agua en la clepsidra, engrosando el caudal
de las horas hasta inundar las orillas. Y recelaba que
el tiempo le alcanzase y lo ahogase,
en su habitación donde vivía fuera del tiempo.

Entonces, se tapaba los ojos cuando iba a asomarse
a la ventana. Pero el viento le golpeaba en la cara, y se sentía
como un pájaro arrastrado
hacia el fondo de los continentes más lejanos. Y
gritaba el nombre de la mujer amada, que tal vez ya había
muerto, pero a la que seguía llamando como
si ella lo oyese. Desde la otra orilla, los niños
se burlaban de él, y le respondían: "¡Estoy
aquí!" Y él lloraba, aunque los locos no deban
tener sentimientos, ni sufrir con las cosas del mundo.

Hoy, al visitar aquella habitación de la torre de hölderlin,
podemos ir a la ventana, taparnos los ojos y, como él,
gritar el nombre de la mujer que él llamaba. Ninguna
voz lo repetirá, en eco. Hoy, la locura no forma parte
de los rituales que puntúan la vida. Quien ha enloquecido anda
en medio de la gente, como si la razón le perteneciese,
ordena a los muertos en la carpeta de la memoria, y los deja
estar para que nadie los recuerde. Sin embargo, al destaparnos
los ojos, hölderlin surge frente a nosotros y nos extiende
los brazos llenos de los instantes que nunca vivió.


UNA NUEVA CUESTIÓN PRÁCTICA

Pero, ¿qué es lo real? Y, de no hacer esta
pregunta, ¿tendría que preguntar si lo real es esta
lluvia que me obliga a andar más deprisa,
entre una calle y otra, para evitar
las gotas porque hay árboles a lo largo del
paseo, o esta forma de organizar el verso,
no dejando que se desborde más allá
de la mitad de la línea? Sí, lo sé, quien anda
bajo la lluvia se moja, y quien lee el poema, en
casa, oyendo el golpeteo de la lluvia en los cristales,
no piensa en la poesía, sino en la suerte que tiene
por haber llegado a casa y, en una actitud bien
burguesa, estar sentado con un libro en la
mano. Ahora bien, yo le digo a quien me lee, el lugar
del poema no está en la mano sino en el corazón:
y si este late más deprisa, eso no se
debe al ritmo del poema, sino al hecho
de haber corrido entre una calle y otra,
para evitar la lluvia. Así, lo real
es la lluvia que cae en el poema y no allá afuera,
y esto me obliga a preguntar qué
es lo real: ¿lo que está en el mundo o solo
lo que nació de estas palabras?

26 septiembre 2015

Hugo Gutiérrez Vega (1934-2015)

Por José Ángel Leyva me enteró de que se ha ido mi "paisano" Hugo Gutiérrez Vega. "Paisano" me llamaba las veces que nos encontramos, desde la primera, cuando él se enteró de que yo era extremeño de nacimiento y yo de que él lo era de adopción, y casi de elección, desde una de sus estancias diplomáticas en España, allá por los años setenta, en la que había descubierto mi tierra y escrito sus Cantos de Plasencia. Cada una de esas veces, me quedé con ganas de decirle que ese vínculo de paisanaje era doble, pues si él se reconocía en aquellos paisajes de Extremadura, en aquellas piedras y calles de Plasencia, yo ya me había dejado parte de mi alma en su Jalisco natal, la Jalisco de Orozco, de Rulfo, de Arreola, de Luis Barragán... y de Gutiérrez Vega. Pero nunca lo discutí con él, así que no viene al caso hacerlo ahora. Ahora, mejor recordarlo con uno de sus poemas, justamente uno de sus Cantos de Plasencia.


Yo te soñé, Ciudad,
formé tus calles,
disipé tus ruinas,
levanté catedrales en el viento
y coloqué tus piedras inmortales.
Inauguré un planeta
para verte, rota y encanecida,
levantada para volver a ser.
Mucho me iba en esta loca empresa.
Pensé que si existías
mi ser sería de nuevo.
En esta tarde,
con un sol llagado
al que niegan las nubes,
te contemplo.
Ciudad de sueño,
cómo pesa tu piedra contra el tiempo,
qué pequeña la piedra que me aplasta;
cómo mi ruina es un pájaro mínimo
perdido entre la niebla.
Cómo tu ruina resplandece sin sol
—Ay pobres canas de mi débil cráneo—,
mientras tu torre entre la lluvia tiembla.
Pido refugio. El tiempo me concede
descansar en tu seno silencioso.
Tú siempre eres;
mi sueño se fundió con otros sueños.
Estás aquí y te pido que me esperes.

27 junio 2015

"Las tentaciones de Lisboa", frente a "Las tentaciones de Lisboa"

Lisboa me tenía reservada una bella sorpresa a modo de despedida. Me refiero a la oportunidad de presentar mis Tentaciones de Lisboa frente a aquellas en que se inspiran y con las que dialogan, las de San Antonio, el eremita, imaginadas por Jéronimo Bosco, y expuestas en el Museo de las Janelas Verdes. Fue en la sala 61, justo delante de ese tríptico en el que tanto he aprendido acerca de tantas cosas: por ejemplo, acerca de lo poco apropiada que es la palabra "espectador" para definir el vínculo que nos une a la obra de arte que amamos, eso que nos pasa cada vez que la contemplamos; o de cómo el museo hodierno busca justamente hacer de nosotros "espectadores" y de la contemplación de la obra una experiencia aséptica y, por así decir, de producción en serie, y así desprovista del único sentido verdadero del arte: cambiar la vida de aquel que lo observa (una tendencia a la que resulta mucho más fácil escapar en un museo como el de Arte Antiga de Lisboa, que continúa siendo, paradoja de los tiempos, humano). Pero, sin duda, de lo que más he aprendido delante de las tablas del Bosco es de mí mismo, de la dicha y del dolor que producen la verdadera soledad. Ese oasis, al que con frecuencia me he escapado en estos años huyendo del barullo (el circundante y el interio), se llenó el otro día de amigos para escuchar a Eduardo Lourenço y a Nuno Júdice hablar, con su lucidez compartida (y, sin embargo, de estirpe tan diversa: universal por humanista la del filósofo; sobria y siempre humana la del poeta), de Las tentaciones. Uno, con la emoción del momento, y con semejante compañía, apenas pudo, en las palabras que abajo se reproducen,  dar las gracias y traer la memoria de otros maestros; otros que, como Ángel Campos Pámpano, también experimentaron la soledad irrepetible, inolvidable, de ser frente al Bosco de Lisboa: "No me podré olvidar nunca —decías— de aquella tarde lluviosa en Janelas Verdes. Solos ante un cuadro del Bosco”.


En la presentación de Las Tentaciones de Lisboa
Museu de Arte Antiga, 23 de junio de 2015


Hoy es un día especial para mí y ningún sentido tendría negarlo. No es solo que se acerquen los tiempos, siempre difíciles, de hacer las maletas y emprender camino una vez más, que también. Esos tiempos de mudanza que, pese a la juventud, uno va acumulando, y que son propicios para la efusión de sentimientos, en la que siempre cabe una ración de sentimentalismo que procuraré, no sé si con demasiada fortuna, ahorrarles.

Hoy es un día especial sobre todo por la compañía que me rodea. Y digo que me rodea en el sentido literal del término. Me explico. Es habitual en este tipo de actos que comparezcan, del lado del público, amigos, conocidos y gentes que estiman al autor (por razones que no solo tienen que ver con lo literario, incluso diré por razones  que explican la amistad pese a lo literario). Y en este punto puedo darme modestamente por satisfecho. Porque ahí, frente a mí, veo caras conocidas, veo a unos cuantos amigos y amigas queridas que Lisboa me ha ido regalando a lo largo de estos cinco años, y a los que, en cierto modo, llevo ya para siempre en la maleta. A todos, gracias por acompañarme.

Ya menos habitual es que quienes nos presentan los libros sean quienes nosotros hemos elegido. Y menos todavía que sean quienes en algún momento imaginamos presentadores ideales de ese libro. Son tantos los factores que se cruzan en los caminos que solo una especial alineación de los planetas, de esas a las que tan largos estudios dedicó Fernando Pessoa, llega a hacerlo posible. Si hoy estuviera aquí, Don Fernando probablemente daría fe de que solo una tal confluencia de azares me ha deparado el honor de que me acompañen en esta mesa dos que son maestros en mucho, Eduardo Lourenço y Nuno Júdice. Gracias a los dos por aceptar la invitación.

Por si esa selecta compañía, al frente y a mi alrededor, no bastase, otra bien especial completa el círculo, tras de mí. Tan especial que si alguien, cuando llegué a esta Lisboa hace cinco años, me hubiera dicho que estaría hoy presentando un libro delante de Las tentaciones de San Antonio, lo habría tachado de demente. Y ello a pesar de los muchos sueños de juventud que, en un muchacho nacido a unos pocos cientos de quilómetros, Tajo arriba, con cierta inclinación a los versos y a la vida de los caminos, inspiró durante años esta ciudad que nosotros veremos siempre blanca. Blanca, claro está, como en los versos de Ángel Campos Pámpano. Hoy, con mi paisano Ángel, repito: “No me podré olvidar nunca —decías— de aquella tarde lluviosa en Janelas Verdes. Solos ante un cuadro del Bosco”. Puede que hoy no llueva, y quizás no estemos solos, pero lo que tengo meridianamente claro es que difícilmente podré olvidar esta tarde. Gracias, pues, a los que han hecho posible que nos juntemos aquí, a espaldas nosotros, ustedes de frente, a las imaginaciones de Jerónimo Bosco. Muito obrigado, António, gracias Javier.

Vayan por delante estos agradecimientos para que nadie se me ofenda por lo que ahora diré: junto a este tríptico he pasado algunos de los mejores ratos que Lisboa me reservaba. Y no es que esta ciudad esté falta de atractivos ni que uno no aprecie vuestra compañía, que ha hecho más llevaderos los trabajos de estos años, pero, necesitados como estamos por momentos de lugares que restablezcan nuestros vínculos con la trascendencia, aquí he encontrado, cada vez que lo he buscado, el mío. Un oasis, o mejor, uno de esos promontorios en medio del desierto egipcio, a los que se retiraban los eremitas y, más tarde, los cenobitas, siguiendo el ejemplo del santo que está retratado a nuestras espaldas, San Antonio o, por ser más exactos, San Antón a partir del siglo III de nuestra era.  Y donde hallaban estos la fuente de todos sus desvelos, pero también de todas sus dichas.

Y en este promontorio, de pie frente a los grillos de Jerónimo Bosco, abismado en la mirada desasosegante de Antonio que ahora siento fija en mis espaldas, en sus tentaciones, que son divinas, pero sobre todo humanas, reconozco haber sentido, en cierta medida como hoy, una soledad densamente poblada; una compañía extrañamente solitaria. Y no me parece que las definiciones más exactas del genio y de la obra de arte (la verdadera) se alejen de esto: solo es arte aquello que afirma mi limitada subjetividad, pero que al tiempo me hace reconocerme miembro de la misma Especie a la que pertenece quien fue capaz de dictar, sobre las tablas de un roble, con pigmentos vegetales y minerales, este profundísimo tratado de filosofía. La misma Especie de aquellos que, en la carta de Jorge de Sena a sus hijos sobre los fusilamientos de Goya: "amaram o seu semelhante no que nele tinha de único,/ de insólito, de livre, de diferente,/ e foram sacrificados, torturados, espancados,/ e entregues hipócritamente à secular justiça".

Los maestros, pese a la opinión común, enseñan pocas certezas. Enseñan, si acaso, a hacerse preguntas. Muchas me han surgido a lo largo de los años de la contemplación de estas tres tablas y las dos grisallas que cierran lo que fue (o quiso ser) altar portátil (esto es, trascendencia para ser llevada con nosotros, de un lugar a otro). Preguntas que tienen que ver con nuestro lugar en el mundo; con las mejores, y también, las peores potencialidades que el hombre contiene. Como pago a todas esas preguntas solo he obtenido una intuición: lo somero que es el conocimiento, aun el más profundo, frente a la impresión que causa la obra artística, aun la más ligera. Razones por las que un día me aventuré a escribir estas divagaciones, que hablan de Antonio, el egipcio, de Jerónimo, el flamenco, de Flaubert o de Pessoa, de Meliès o de Tarkovski, pero que hablan, lo siento, soy poeta al fin y al cabo, fundamentalmente de mí. De la impresión duradera que en mi alma han dejado los personajes que ahora contemplan. Que hablan, y perdón por volver a Sena (pero siempre volvemos a Sena), de que el arte, todo arte verdadero, es, en estos tiempos de indigencia, esa “pequenina luz” que alumbra la certeza de que: "nenhum mundo, que nada nem ninguém/ vale mais que uma vida ou a alegria de tê-la./ É isso o que mais importa—essa alegria".

18 junio 2015

Organización pessoana

Miquel Barceló, Sin título,
tomado de El País, 11/08/2002

"Organiza tu vida como una obra literaria. Pon en ella toda la unidad que sea posible".


Fernando Pessoa, Rule of Life

17 junio 2015

Dos presentaciones

Se acumulan, ahora que se acerca el final de los tiempos portugueses, las presentaciones. 

Hoy, 17 de junio, estaré con Antonio Sáez Delgado en la presentación lisboeta de su magnífico Pessoa y España (en la Casa Fernando Pessoa, dónde si no, a las 19:00). Honrado de poder compartir la palabra con quien es ya, pese a su edad, "maestro" en el sentido más genuino de la palabra, pues ha abierto caminos por donde otros hoy circulan (circulamos) en esto de la lusitanidad.


Y la semana que viene, el 23 de junio, presentaremos mis Tentaciones de Lisboa (en la sala 61 del Museu de Arte Antiga, frente al tríptico del Bosco, dónde si no, a las 18:30). Me acompañarán Eduardo Lourenço y Nuno Júdice, un auténtico lujo. En ambas, por si fuera poco, oficiará de moderador Javier Rioyo. 


20 mayo 2015

Rui Knopfli, "El país de los otros"

Escribía antesdeayer que los últimos estertores del Imperio portugués no impidieron que los territorios que pronto dejarían de ser coloniales nutrieran a brillantes poetas, algunos de los mejores de esa lengua en las décadas del cincuenta y el sesenta. Es el caso de Rui Knopfli (RK), nacido en Mozambique y autor de los poemas reunidos en El país de los otros, nueva entrega de las Letras Portuguesas de la Editora Regional de Extremadura. Muchos de esos poetas se perdieron en el limbo existencial de los que no son de ningún lado, de los condenados -la razón de la condena aquí poco importa- a vivir en países que pertenecen a los otros. Y en esos terrenos tan pantanosos del extrañamiento sembraron su palabra, y recogieron frutos, acerbos y emocionantes, que el paso del tiempo ha demostrado hechos de la materia de la poesía verdadera. Rescatarlos del otro limbo (el editorial) es tarea antes gozosa que urgente. La urgencia es descartada de antemano por el propio RK, quien ha escrito con lucidez y no sin ironía acerca de los renglones torcidos en los que se escribe el canon literario: "Entonces/ mi nombre comenzará a aparecer/ en antologías y, para tedio/ de maestros y niños, se harán/ ediciones escolares de mis libros./ Ese día seré olvidado" ("Posteridad", Mangas verdes com sal). El gozo, ese, es el que sentimos cada vez que un poema de RK mueve algo en nuestro interior. Probablemente se trate de un poema sencillo, discreto y dicho como en voz baja, en la intimidad insuperable de la página. Pero también es muy probable que su lectura nos invite a franquear las puertas de una cofradía indisoluble, aquella que forman el poeta y sus humildes "treinta lectores". De esos treinta, unos pocos son nuestros. En el prólogo a "El país de los otros" me refiero a los más tempranos, Crespo y, sobre todo, Gabino-Alejandro Carriedo, que se correspondió durante años con el portugués nacido en Mozambique. Entre los modernos, no puedo dejar de mencionar a dos, Martín López-Vega y José Ángel Cilleruelo, con quienes antes he compartido conversas de admiración por el poeta de "vago, extraño nombre" ("Autorretrato", Mangas verdes com sal) y comparto, desde hoy, el placer de haberlo traducido. 


25 abril 2015

Dos poemas de Ruy Cinatti

Ruy Cinatti, Lisboa, 1965,
fotografía de João Cutileiro
Por el imperio colonial portugués en descomposición anduvieron algunos de los mejores poetas que esa lengua ha dado en la segunda mitad del siglo pasado. Si Rui Knopfli es el poeta de Lourenço Marques, Ruy Cinatti (1915-1986) lo será de Timor Oriental. Nacido en Londres (en una familia de diplomáticos), formado como ingeniero agrónomo, fundador en Lisboa de la influyente revista Cadernos de poesia, Cinatti pronto comenzará a trasegar los caminos del imperio. Tras un paso iniciático por las islas atlánticas de São Tomé e Príncipe y Cabo Verde, a mediados de los cuarenta desembarca en esa otra isla, "roja y verde", de Timor, que habrá de marcar definitivamente su existencia. A ella volverá en otros periodos, sirviendo en diversos puestos de la Administración colonial. Y a ella dedicará parte sustancial de su obra como antropólogo (por ejemplo, un bello Cancioneiro para Timor donde el estudio de costumbres se funde con la fotografía y la poesía), pero también y sobre todo algunos de sus mejores poemas, casi siempre los más emocionantes en el conjunto de una obra tan amplia como irregular. Aquí quedan dos, extraídos del libro Uma Sequência Timorense (1970).


PROPÓSITO INAPLAZABLE

Lo que duele es ver al pobre
timorense escuálido beber
agua del pantano,
donde desaguan desperdicios,
comer tierra
y saludarme, cuando
circulo por la carretera,
dios ocioso.

Tantos y tantos otros,
timorenses escuálidos,
me miran como si su deber fuese
cavar fosas,
plantar un banquete
de maíz, arroz y carne,
llenar copas vacías,
de borrachera y sueño,
que no duela,
mortifique el ocio,
reanime el tiempo.

Huir es mejor que prometer
esperanza para mejores días.

Huir es atrasar
el discurso límite
frenado por las ruedas
de la duda maníaca.

Yo no prometo nada.
Invoco los montes
heridos por la luz,
el mar que me circunda
en Dili, tierra-tedio y de mala gente.

Me afino según el timbre
limpio de las almas
de los timorenses escuálidos
que me deletrean vivo.

Y sigo,
limpios el alma y el rostro,
sujeto a la condición que me redime.
Los timorenses solo tendrán razón
cuando me maten.


EN TIERRAS DE NÁRI-LAUTEM

De la gente,
el bullicio matutino.
De la gente
bello el acorde de los gallos
abriendo las alas
sobre los túmulos.
Bello
el sol que limpiaba
los ojos
de los niños
que tropezaban con el día.
De la gente,
también, y sabio,
el pensar de los viejos.

Y solo quedó
el cementerio pegado
a las casas ya podridas.

Solo los muertos no han muerto
en Nari, tierra de gente.


Traducción: LMM

23 febrero 2015

"Dispersa sed", una antología de António Ramos Rosa


Este de arriba viene de lejos, de México para ser exacto. Ha tardado sus buenas cinco o seis semanas en cruzar el charco. Teniendo en cuenta ese largo viaje, no deja de ser curioso que los poemas que en él se contienen fueran escritos aquí mismo, en un apartamento situado cuatro bloques más arriba del lugar en el que escribo estas líneas, en las Avenidas Novas de Lisboa. Pues aquí al lado vivió durante cuarenta años António Ramos Rosa, y en ese modesto apartamento escribió a buen seguro parte sustancial de los poemas que su hija, Maria Filipe, ha seleccionado ahora para esta antología, la primera amplia del poeta algarvío que se publica en México, y que uno ha tenido el placer de traducir con Piedad Montero para La Otra, la editora del poeta mexicano José Ángel Leyva. Aunque en España Ramos Rosa está parcialmente editado, con magníficas traducciones, entre otros de Campos Pámpano y Janés, siempre es buena la ocasión de volver a uno de los poetas más definitivos de la segunda mitad del XX. Uno de esos (y con el paso de los años uno se da cuenta de que no son tantos) que aguantan la ordalía de la relectura, que cada vez renuevan la epifanía que sentimos en el primer hallazgo de sus versos. Un poeta cuya palabra es siempre nueva, en el sentido que Alberto Caeiro le enseñó a su discípulo Álvaro de Campos, y que este dejó escrito en el tratado de filosofía más verdadero que uno haya leído, las Notas para a recordação do Meu Mestre Caeiro -que todo lo dejó dicho, y eso  explica no poco de la deriva de todas las filosofías que siguieron. Dice Caeiro: "Todas las cosas que vemos debemos verlas siempre por primera vez, porque realmente es la primera vez que las vemos. Y entonces cada flor amarilla es una nueva flor amarilla, aunque sea la misma de ayer. La gente ya no es la misma ni tampoco la flor. El amarillo en sí no puede ser ya el mismo. Es una lástima que la gente no tenga ojos para saber eso, porque entonces todos seríamos felices". Palabras que hablan de cosas sencillas: flores, colores, ojos, hombres felices y hombres desgraciados. Palabras que hablan de cosas sencillas, como las del mítico "Poema dum funcionário cansado" de António Ramos Rosa: "¿Por qué me siento irremediablemente perdido en mi cansancio?/ Deletreo viejas palabras generosas/ Flor muchacha amigo niño/ hermano beso novia/ madre estrella música/ Son las palabras cruzadas de mi sueño/ palabras soterradas en la prisión de mi vida/ así todas las noches del mundo en una única noche larga/ en un cuarto solo".