14 junio 2014

En Cáceres, con Júdice

El pasado martes, 10 de junio, 434.º aniversario de la muerte de Camões, presentamos en Cáceres Navegación sin rumbo, la traducción de Navegação de acaso, el último libro de poemas hasta ahora publicado por Nuno Júdice. Sobra decir que, para quien esto escribe, fue un día especial. Y largo. Comenzó en Lisboa, a eso del mediodía, junto a la plaza de toros del Campo Pequeno (a un lado viven los Júdice, al otro yo), donde Manuela,  Nuno y yo mismo nos subimos a un coche con dirección a Cáceres. El viaje dio de sí: malentendido con el lugar de partida (Manuela quejándose amargamente, y con razón, de que no se puede dejar organizar nada a dos poetas); frugal comida en un área de servicio de la autopista y una larga conversación sobre lo humano y lo divino, puntuada con muchos silencios de Nuno, en los que uno lee, en lo más hondo, un compromiso irrenunciable con el valor de cada palabra. Por la tarde, (breve) paseo por la parte antigua, (breve) visita a Jaime Naranjo (para rescatar un Gabino-Alejandro Carriedo allí varado hace algún tiempo) y, después, lo realmente importante: en “Los siete jardines” (lugar “ameno” en palabras de Miguel Ángel Lama), asomados a las traseras ruinosas del que fuera convento de los jesuitas, la oportunidad de oír a Júdice leer sus poemas y el lujo de poder acompañarlo con las versiones castellanas. Banda sonora de pájaros y de un perro que se cruzó, y que a punto estuvo de poner el toque de realidad a uno de los poemas del libro, en que justamente un ladrido lejano de perros desencadena un ejercicio de memoria —esos toques de realidad, esos ejercicios de memoria a los que Júdice tan acostumbrados nos tiene y que siempre nos acaban por atrapar. Conversación con unos cuantos amigos, que se acercaron a oír a Júdice. Cena con Rosa Lencero, estupenda anfitriona todo el día, y a cuyo entusiasmo se debe esta feliz retoma de las “Letras portuguesas” de la Editora. Al día siguiente, el viaje de vuelta a Lisboa, saliendo casi de madrugada, más silenciosos los tres, con el recogimiento de esa hora tan propicia para sumirse en el interior de uno mismo: para pensar que volvemos al flujo de la vida cotidiana (en apariencia interrumpido por el viaje), para fijarse en las gradaciones del paisaje a lo largo del trayecto o para comenzar a valorar en su justa medida la suerte que supone haber emprendido esta Navegación sin rumbo con Júdice. Queda aquí el texto de mi presentación. Y quedan, sobre todo, los poemas de otro magnífico libro de Júdice. Y el compromiso, que creo permanente, de mi tierra con las “Letras portuguesas”.

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Hemos aprendido a leer a los grandes poetas de otras lenguas en antologías. Tan así que con frecuencia perdemos la conciencia de las peculiaridades de esa experiencia lectora. La unidad de medida (si es que algo así existe) en la lectura de la poesía contemporánea de nuestra propia lengua es el libro; así ha sido desde los inicios de la poesía —la culta, claro está, que la oral ha transitado siempre otros caminos. Pero, cuando se trata de poetas extranjeros, aun contemporáneos nuestros, que se expresan regularmente en su propia lengua mediante libros, esa unidad de medida queda habitualmente preterida por la antología: un “continuum” más o menos artificial (pues ninguna obra poética seria navega sobre una laguna, sino en mar abierto, al albur de profundas corrientes que alteran las coordenadas de su rumbo, por mucho que no se noten a simple vista). Y en el que, además, una tercera subjetividad se cuela, de rondón, entre lector y autor: la del antólogo, quien elige lo que cree más representativo (o más comercial, o más profundo, los criterios son tantos como los antólogos) de la obra antologada. Una obra, por cierto, que por su propia naturaleza viva, está destinada a continuar creciendo y, quizás, a desbordar algunos cauces que hasta entonces habrían podido darse por ciertos. Razones más que suficientes para que a un compañero de promoción de Nuno Júdice, Joaquim Manuel Magalhães, las antologías le recuerden a “un pinar inundado de niebla”; y le parezca que “con el tiempo tienden a volverse vanas”.

Por eso uno que, como muchos de los presentes, tanto debe en su formación lectora a las antologías, comienza a dudar de ellas. Continúan siendo útiles, eso sí, cuando sirven para “presentar” a un autor extranjero; a un autor que, como consecuencia de las vicisitudes editoriales (y de la dificultad con que la poesía circula por los mercados de la edición), es mayormente desconocido y no fácilmente accesible para el lector de otra lengua —objetivo que uno persiguió, por ejemplo, con su antología del portugués Alberto de Lacerda. Pero esta condición está lejos de cumplirse en el caso de Nuno Júdice y la lengua española. La concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en su edición de 2013 ha venido a consagrar lo que ya antes del premio se apuntaba: la espléndida relación de Júdice con nuestra lengua. No creo que haya poeta portugués vivo más traducido en los tiempos recientes; y, si miramos hacia atrás, y dejamos de lado al ubicuo Pessoa (si, para Borges, Quevedo era “una literatura en sí mismo”, Pessoa aún lo será con más razón para nosotros), quizás sólo Eugénio de Andrade en todo el XX pueda comparársele en este punto —y aun en la comparación Júdice parte con alguna ventaja, pues Andrade es sobradamente conocido en España, pero nunca fue tan leído al otro lado del Atlántico como Júdice lo es hoy. Circunscribiéndonos ahora a España, Júdice figura en buen número de las antologías de poesía lusa publicadas en las tres últimas décadas (comenzando por Los nombres del mar, que Campos Pámpano dio a las prensas en 1985), y las recientes antologías monográficas de Pedro Serra para la Universidad de Salamanca/Patrimonio Nacional y Juan Carlos Reche para Pre-textos vienen a sumarse, al menos, a las publicadas por José Luis Puerto en Calambur, por Vicente Araguas en Visor y por Manuela Júdice en Hiperión (con traducción de Jesús Munarriz y centrada en su poesía amorosa).

Hoy, por tanto, Júdice cuenta en nuestro país con un número respetable de lectores fieles, que conocen bien el rumbo general de su navegación poética, y a quienes no tiene demasiado sentido ofrecer una nueva carta de marear, y sí, sin embargo, la etapa más reciente de su singladura. No otra es la razón de que Nuno, Rosa y yo mismo decidiéramos hace unos meses en Lisboa no añadir una nueva antología a la respetable colección, y sí en cambio entregar al lector español este Navegación sin rumbo que hoy presentamos, el poemario más reciente de los hasta ahora por él publicados —y que apareció en Portugal a finales del año pasado, editado por la Dom Quixote. En él, el lector que ya conozca su obra, descubrirá que no sólo es autor de muchos poemas definitivos, sino también demiurgo capaz de situar a esos individuos en un bello hábitat; orfebre capaz de engarzar esos poemas en libros redondos, como el que ahora tienen entre sus manos. Lo anterior, claro está, no excluye de la travesía a los que aún no hayan tenido la suerte de surcar esas aguas: Navegación sin rumbo está lleno de puertas y de razones para atravesarlas y recorrer los pasillos laberínticos y gozosos de la obra de Júdice. Uno y otro lector podrán, en cualquier caso, confirmar lo que ha dejado de ser intuición para convertirse en certeza: estamos ante una de las voces más poderosas de la poesía de nuestro tiempo, más allá de distinciones de lengua. Y por eso hoy la consideramos, en buena medida, incorporada a nuestro propio canon, y esperamos ardientemente escucharla en cada nueva modulación.

Esa obra, levantada a lo largo de más de cuatro décadas de menester y que incluye ya una treintena de títulos de poesía —a los que habría que sumar otras cuantas decenas de obras de otros géneros: ensayo, novela, teatro—, fluye por los cauces de la espléndida tradición lírica lusa del XX (su “século de ouro” para Eugénio de Andrade). El propio Júdice es uno de los analistas más lúcidos de esa tradición y de la tarea que, en su seno, corresponde a los poetas de su generación. Afirma el poeta: “La generación […] aparecida en los años setenta restaura la dignidad de lo retórico y lo discursivo”; y a continuación desgrana, sin afán programático, algunos de sus herramientas privilegiadas: “Regreso a una cierta narratividad, un juego temático que recorre tanto a lo cotidiano como a la Historia o la mitología, […] una confrontación entre referencias diversas recuperadas por el discurso en el seno de una intertextualidad consciente, que colocan a esta poesía en la senda de un Pound o un Eliot, en el aspecto más intelectual de su poesía o en lo que ella hay de juego constante con la tradición; en la de un Kavafis o un Gotfried Benn, por lo que estos tienen de rehabilitación aparentemente episódica o anecdótica de la vida cotidiana; y aun en la línea de un cierto Pessoa, el menos modernista y sin embargo del más moderno, el Pessoa-Álvaro de Campos de Tabacaria o el Pessoa-Alberto Caeiro”. Así pues, Júdice y los de su tiempo no renuncian a priori a ninguna herramienta del lenguaje en su búsqueda de nombrar la realidad. Y eso los convierte en genial consumación del proyecto de modernidad que Pessoa y la generación de Orpheu concibieron como alucinado sueño; cuando los de la promoción del setenta definan el lugar de su poesía ya no lo harán sólo, ni siquiera de manera predominante, con respecto a la tradición lusa, sino con respecto aquella que es ya, de pleno derecho, la suya: la tradición de la mejor poesía universal.

Nutriéndose de tan caudalosas fuentes, la poesía de Júdice vuelve a brotar en este Navegación sin rumbo como un torrente poderoso; con una pulsación personalísima y potente, dominadora como pocas de la amplísima variedad de las herramientas con que trabaja el poeta. Porque, por encima de las diferentes etapas que se pueden obviamente identificar en un canto de cuatro décadas, por encima incluso de temas y motivos, en Júdice, como en todos los grandes, lo que al cabo importa es la voz inconfundible que suena tras cada uno de sus versos, desde los primeros de aquel ya lejano A noção de poema (1972) hasta estos del más reciente Navegación sin rumbo. Una voz que se cuestiona siempre, pero que en cierta nostálgica desesperanza siempre encuentra razones para volver a hablar, para volver a conectar al hombre con lo absoluto por medio de la palabra. Una voz que, en su sonido denso, caudaloso, magmático, atrapa siempre al lector en el interior del poema. Una voz que nunca se pierde en el eco narcisista del yo (léase el espléndido “Narciso” de esta colección), ni es tañida desde la alta ventana de ningún esteticismo. Si existe un característico “tono Júdice” (en absoluto ajeno al del último Ruy Belo), hay también por detrás de cada uno de sus poemas —sea aquel que describe algo tan aparentemente insustancial como un encuentro amoroso en una cafetería, o aquel otro, en apariencia tan profundo, que recrea el mito platónico de la caverna— una poderosa “sensibilidad” (deudora del mejor Jorge de Sena), que guía desde hace cuatro décadas el timón de su decir con una dirección, sin rumbo, pero bien cierta: la de lo real. Y que de este modo convierte su inquebrantable fe en la palabra en eficaz gesto de resistencia frente a la disolución, en afirmación del valor de lo dicho frente a los silencios tramposos de la posmodernidad.

En Navegación sin rumbo, Júdice vuelve a cabalgar los temas que ya se han convertido en la marca de agua de su poesía: el amor y la memoria, siempre sutilmente tejidos (hasta hacer invisibles las costuras) en la trama del poema. Entre nosotros, algún  lector apresurado de su poesía lo ha calificado de “neorromántico”: donde lo “romántico” valdría como proximidad a ciertas vetas de nuestra hodierna poesía de la experiencia. Pero nada de eso hallará en la poesía de Júdice el lector sincero. Encontrará Romanticismo, sí, pero con mayúsculas; aquel que, en la distinción de Kant, prefiere lo sublime a lo bello; aquel que, en Novalis y Hölderlin, acaba por definir la condición del poeta de nuestro tiempo. El poeta que sabe hablar de amor, de memoria (el poeta, quiso Schiller, es ciudadano no solo de su país, sino también de su tiempo), o del propio poema, porque conoce que su oficio es emanación de un, en palabras del propio Júdice, “deseo de conocimiento de lo que en sí es inconcebible”. Un deseo de conocimiento que acaba por revelarse tan frágil como obstinado, aquella “pequenina luz” (una luz pequeñita) del poema de Jorge de Sena; aquella esperanza desesperanzada que impulsa el acto creador (aquí diseccionado en poemas como “Las tijeras de Van Gogh” o “El pintor Van Eyck reconstruye el rostro de la infanta”), que se construye al tiempo que nos construye, que se afirma en la obstinada negación, que es, al cabo, la esencia de toda existencia posible.

Sostuvo hace algunos años el crítico y poeta portugués Luís Miguel Nava que la de Júdice es (y ha sido desde sus inicios) una “poética del agua”. Y este sí me parece un elemento distintivo de su poética, también de un buen número de los poemas contenidos en Navegação de acaso. No se trata solo de que el agua-elemento, encarnado en el mar —que es infancia— o en el río —que es presente y ni siquiera precisa ser nombrado—, sea presencia continua y aparente en Júdice. Su influjo es mucho más profundo, pues acaba por teñir la lente del poeta, su mirada sobre el mundo, entrenada para distinguir en el mar (epítome de lo uniforme para quien no sabe mirar) todos los nombres (esto es, toda la paleta de la existencia que puede ser nombrada). Así, el agua es, sobre todo, un modo de diseccionar la realidad; una sutil aptitud para romper la costra de monotonía que cubre el presente; para bucear en la realidad hasta rescatar de lo más profundo del lecho de la existencia un fulgor de transcendencia (recorrido como el descrito en el poema “Tsunami”). Y es que si la poesía lusa ha podido subirse al tren de la modernidad ha sido, en buena medida, por su capacidad de restaurar, desde Pessoa, un vector de trascendencia entre lo cotidiano y lo absoluto, que vuelve a situar al hombre —sí, a este hombre disforme, empantanado en la costumbre, escindido y atravesado por mil contradicciones— en el centro mismo del poema.

Navegación sin rumbo sirve de brillantísimo pórtico a la nueva singladura de la serie “Letras portuguesas” de la Editora Regional de Extremadura, cuya importancia en las relaciones entre las dos literaturas peninsulares no debe ser minusvalorada. Desde que la vuelta de la democracia a nuestros dos países iniciara el deshielo entre las dos sociedades (ese oscuro período de mutua desconfianza al que los portugueses se refieren como “costas voltadas”), es mucho lo que desde aquí se ha hecho por el acercamiento de las dos naciones, de los dos pueblos y, en particular, de sus dos literaturas. La historia de la incorporación de la poesía lusa del XX a nuestro canon no puede hacerse sin unos cuantos nombres ligados a nuestra tierra. Y que, en una u otra fase de esa empresa, contaron con el apoyo institucional, que se prolonga hasta hoy. No puedo más que felicitar a las autoridades presentes, en particular a la Directora de la Editora Regional de Extremadura, por mantener esa apuesta, más aún en tiempos difíciles como los que corren. Como no puedo más que agradecerle haberme confiado una responsabilidad en que me precedieron otros a quienes me une una deuda de reconocimiento, el amor por las letras lusas y la desconfianza hacia las fronteras; en particular hacia aquellas tan artificiales que quieren separar lo que por definición ha de ser uno, pues concita en sí a todos los hombres: el pensamiento y la creación artística.

Ya terminando, permítanme que, por un momento, me quite el sombrero de poeta y me ponga el de diplomático. La cultura nunca es un lujo, nunca sobra. Menos aún cuando hablamos de relaciones entre pueblos y se consideran los complejos equilibrios en que se sostiene el entendimiento entre vecinos con una larga historia común e infinitas historias particulares a las espaldas. El conocimiento del Otro, de esa expresión privilegiada de su modo de pensar que es su cultura, constituye —por más que sea ajeno a valoraciones cortoplacistas de rentabilidad económica— el único fundamento sólido de ese tipo de relaciones, el cimiento de esas casas de entendimiento que tanto nos ha costado levantar. Los que dedicamos nuestro día a día a cuidar de esas casas pasamos y pasaremos, pero me gustaría pensar que el trabajo hecho por traer la cultura lusíada entre nosotros, el trabajo de las “Letras portuguesas”, el trabajo de este Navegación sin rumbo queda para las generaciones venideras. Como quedará, de eso sí no me cabe duda, la oportunidad, valórenla como merece, de oír, en el día de Camões,  algunos de sus poemas en la voz del propio Nuno Júdice.

Lisboa, a 3 de junio de 2014
(leído en Cáceres, a 10 de junio de 2014)