30 diciembre 2011

"Curiosidades literarias", de Isaac Disraeli

Pese a todo lo bueno (y lo malo) que en nuestro país se traduce, nunca, hasta donde sé, el lector español ha podido leer en nuestra lengua las "Curiosities of Literature", de Isaac Disraeli, libro de cabecera de todo buen bibliófilo y de cualquiera con interés en esto de las letras. Isaac, padre de Benjamin, el Premier conservador de la época victoriana, pertenecía, como él mismo relata, a "una de aquellas familias hebreas a las que la Inquisición obligó a emigrar de la Península española a fines del siglo XV, y que encontró refugio en los territorios más tolerantes de la República de Venecia". El propio Disraeli explica en el delicioso prólogo a las "Curiosities" el origen de su apellido: "Sus ancestros habían abandonado su apellido original al asentarse en Terra Firma, y en agradecimiento al Dios de Jacob que los había sostenido en pruebas sin cuento y guardado de peligros increíbles, eligieron, con el objeto de que su raza fuese para siempre reconocida, el nombre DISRAELI, un nombre que nunca antes ni después ninguna otra familia ha llevado".


Las "Curiosities" re-fundan su género, que se nutre directamente de los clásicos griegos y latinos. En el capítulo que aquí se traduce, Disraeli se refiere incidentalmente a los compiladores, como él mismo, "condenados a un duro destino, ya que apenas se establecen distinciones entre ellos". Lo que diferencia al buen compilador del simple amateur es, como en cualquier otro género literario, el buen criterio y la invención. Estas curiosidades de Disraeli son una monumental compilación donde la boutade y la anécdota intrascendente -y no por ello menos sabrosa- convive con el cuasi aforismo, con la lección de teoría literaria, con el pasaje histórico (las más de las veces distorsionado por la lente literaria). Un centón donde la más genuina ironía compite con la inocencia profunda del que interpreta la realidad sin haber salido del interior de los muros de una biblioteca. El paraíso del escritor vampiro. El infierno -gozoso-de la sabiduría que se realiza en sí misma, dentro las cubiertas de los libros. Un laberinto tomado por un feraz follaje que se lee como borgeana invención, como anticipada realización del sueño de Walter Benjamin: un libro compuesto solo por retazos de otros libros.





Apuntes sobre la crítica

Quizás reconforte a los jóvenes escritores mostrar cómo los más celebrados de entre los antiguos fueron tan súbditos de la tiranía de la crítica como los modernos. La maledicencia ha nutrido siempre las “aguas malditas”.
Era generalmente aceptado que Homero había robado lo más brillante de la Ilíada y la Odisea a poetas anteriores. Naucrates apunta incluso a la fuente: una biblioteca situada en un templo al dios Vulcano en Menfis, que, a su parecer, el bardo ciego habría plagiado por entero. Sin duda, antes de Homero hubo buenos poetas: ¡qué absurdo concebir que un poema tan elaborado y completo pudiese ser el primero! De hecho, existen registros de poetas anteriores, épicos aparentemente, antes de Homero; sus nombres han llegado hasta nosotros. Eliano cita a Syagro, quien había compuesto un poema sobre el sitio de Troya; y Suidas cita el poema de Corinno, del cual se dice que Homero tomó gran parte. ¿Por qué criticaba Platón tan severamente al gran bardo, si al mismo tiempo lo copiaba?
Sófocles fue llevado a juicio por sus propios hijos, que lo tachaban de loco; y aquellos que censuraban las irregularidades de este poeta, también han condenado la vanidad de Píndaro, los versos recios de Esquilo y las tramas de Eurípides.

A Socrátes, considerado el más sabio y justo de entre los hombres, Cicerón lo tacha de usurero, y el pedante Ateneo, de iletrado; este último tacha de locura socrática que nuestro filósofo disertara sobre la naturaleza de la justicia delante de sus jueces, una panda de ladrones. La bufonería maligna de Aristófanes, quien, tal y como afirma Jortin, era un gran sabio, pero también un gran truhán, lo trata aún peor; pero aunque algunos revivirían sus calumnias, estos testigos modernos puede que vean sus pruebas rechazadas en el inapelable tribunal de la Historia.

Al propio Platón, que fue nombrado Moisés de Atenas por Clemente de Alejandría, el filósofo de los cristianos por Arnobio y el dios de los filósofos por Cicerón, Ateneo lo tacha de envidioso; Teopompo de falso; Suidas, de avaricioso; Aulio Gelio, de ladrón; Porfirio, de incontinente; y Aristófanes, de insensible.

A Aristóteles sus más de cuatrocientos volúmenes no le han valido un mejor trato por parte de los críticos: Diógenes Laercio, Cicerón y Plutarco no han dejado pasar por alto el mínimo detalle que pueda de alguna manera ser interpretado como prueba de su ignorancia, su ambición o su vanidad.

Se decía que Platón sentía tal envidia por la celebridad de Demócrito que propuso quemar todas sus obras; pero que Amydis y Clinias lo evitaron, argumentando que había copias de ellas por todas partes; ¡y Aristóteles fue agitado por idéntica pasión contra todos los filósofos que le precedieron!
De creer a Plinio, Carvilio y Séneca, Virgilio carece de ingenio. Calígula le negó aun la mediocridad; Herennio subraya sus yerros; y Perilio Faustino compuso un grueso volumen con sus plagios. Incluso el autor de su apología confesó que había robado de Homero sus versos más bellos; de Apolonio de Rodas, muchos de sus pasajes dramáticos; de Nicandro, algunas pistas para sus Geórgicas; y con esto no acaba el catálogo.

Horacio censura el humor de Plauto; y a Horacio, por su parte, le reprochan el libérrimo uso que hizo de los poetas menores griegos.

La mayoría de los críticos consideran la Historia Natural de Plinio poco más que una sucesión de fábulas; y muestran igualmente poco respeto por Quinto Curcio, quien al parecer compuso poco más que una novela elegante.
Plinio no soporta a Diódoro ni a Vopisco; y en una vasta crítica, tacha a todos los historiadores de fabuladores. 
A Livio le reprochan su aversión hacia los galos; a Dión, su odio a la república; a Veleyo Patérculo, hablar demasiado amablemente de los vicios de Tiberio; a Heródoto y Plutarco, su parcialidad excesiva hacia su propio país: sin olvidar que éste escribió todo un tratado acerca de la malignidad de aquel. Jenofonte y Quinto Curcio son vistos más como novelistas que como historiadores; y Tácito es censurado por su audacia al pretender descubrir las conjuras políticas y las causas secretas de los sucesos. Dionisio de Halicarnaso lanza un elaborado ataque a Tucídides por la vulgar elección de su material y por la forma de tratarlo; Dionisio no habría escrito una palabra que no tendiera a la gloria de su patria y el placer del lector; ¡como si la historia fuese una canción!, añade Hobbes, al tiempo que él mismo muestra que había en su ataque motivos personales. El propio Dionisio critica severamente el estilo de Jenofonte, quien, afirma, cada vez que intenta elevarlo, muestra su incapacidad para sostenerlo. A Polibio le achacan la introducción demasiado frecuente de reflexiones morales que interrumpen el hilo de su narrativa; Catón censura a Salustio por justificar sus propias pasiones privadas, ocultando deliberadamente muchas de las hazañas de Cicerón. Acusan al historiador judío Josefo de no haber escrito su historia para su propio pueblo, sino para griegos y romanos, a quienes se guarda de ofender. Josefo toma un nombre romano, Flavio; y considerando que su nación se hallaba completamente subyugada, sólo modifica su historia para que parezcan venerables y dignos de sus conquistadores y, con este propósito, altera lo que él mismo llama los libros sagrados.  Es bien sabido cuánto se separa de las Escrituras. Algunos han dicho de Cicerón que no hay ilación y, para utilizar su propia expresión, ni sangre ni nervios, en lo que sus admiradores aplauden con tanta pasión. Frío en sus efusiones extemporáneas, artificial en sus exordios, banal en sus forzados gracejos, aburrido en sus digresiones. Esto es decir no poco de Cicerón.
Quintiliano no soporta a Séneca; y Demóstenes, a quien Cicerón llama el príncipe de los oradores, posee, según Hermippo, más arte que ingenio. Para Demades, sus oraciones demuestran demasiado artificio; otros los ven demasiado seco; y si creemos a Esquines, su latín dista de ser puro.

Las Noches Áticas de Aulio Gelio y los Deipnosofistas de Ateneo son celebrados por unos y censurados por otros. Han sido tachados de estrafalaria colección de despojos y retales; el buen juicio no es en este caso compañero de la diligencia y su gusto tiende más a lo frívolo que a lo útil. Los compiladores, de hecho, están condenados a un duro destino, ya que apenas se establecen distinciones entre ellos; una tesitura desagradable en la que también el honesto Burton ha sido colocado; pues afirma de su propia obra, ante lo que algunos se llevarán las manos a la cabeza, que “es producto de mera industria, una colección sin sabiduría ni invención, ¡un mero juguete! ¡Así son juzgados los hombres! Sus trabajos envilecidos por colegas sin valía personal, por don nadies. ¿Quién podría haber hecho menos? Algunos entienden demasiado, y otros demasiado poco”.   
Si continuáramos esta lista en nuestro propio país y en nuestros tiempos, se vería sustancialmente ampliada y demostraría al mundo a qué calaña pertenecen los críticos; pero, quizás se ha dicho ya suficiente para aplacar a genios irritables y para avergonzar a críticos fastidiosos. “Ruego a los críticos recuerden” escribe el Conde de Roscommon en su prefacio a la Poética de Horacio, “que Horacio debía su favor y su fortuna a la opinión que de él se formaron Virgilio y Vario; que Fundanio y Polión son hoy valorados gracias al juicio que sobre ellos emitió Horacio; y que en aquella edad de oro hubo un entendimiento feliz entre los ingeniosos, de modo que la mayor estima correspondía a los mejor dotados para la escritura”.

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