10 noviembre 2013

Maria Filomena Molder

Uno tuvo la suerte de, durante unos cuantos meses, oír semanalmente a la filósofa portuguesa María Filomena Molder, en aquel ambiente en apariencia tan poco estimulante que son las clases avejentadas de la Universidade Nova de Lisboa. Y si aquel intento mío de volver a trillar los caminos, tan queridos durante la adolescencia y después tan olvidados, de la Filosofía fue absolutamente fallido en lo académico, me dejó la experiencia inolvidable (que nunca encontré, sobra decirlo, en mis clases de Derecho) de escuchar una voz capaz de descascarar el lenguaje y reducirlo a lo esencial –un don que  hasta entonces solo había encontrado en la (mejor) poesía- y aun de llegar a vislumbrar las razones que hacen del diálogo socrático cimiento sobre el que se alza una civilización entera, esta a la que pertenecemos. Recuerdo con particular exaltación una clase en que Molder disertó sobre los lenguajes que se van perdiendo al mismo ritmo que los viejos oficios, sobre el valor cultural de cada apero que dejamos de saber nombrar, sobre la intraducibilidad no ya de las lenguas que se hablan en espacios distintos, sino también de las que se han hablado dentro de un mismo espacio en diferentes tiempos. Y de la tarea esencial que, en la conservación de esas palabras, compete a la poesía. Hoy María Filomena Molder habla en una larga entrevista en el semanal del diario Público y, en variadísimos registros, recorre los mil pliegues de la vida -¿acaso es otra la tarea de la filosofía?-, con voz que suena con idéntico vigor. Me gustaría traducirla entera, pero me conformo con dejar aquí unas cuantas de las preguntas que le formula una periodista que también fue alumna suya y, sobre todo, de las respuestas de MFM.

P.: ¿Desde cuándo tiene noción de tener miedo de morir?
MFM.: Desde que mis hijas nacieron.
P.: ¿Y miedo de quedarse ciega?
MFM.: Ahora sí, tengo miedo de quedarme ciega. Leí hace algunos años algo que no voy a olvidar sobre un hombre que se quedó ciego siendo niño. Dormía en la cama, se despertó y dijo: “Abuelo, se te ha olvidado abrir la ventana”. Simplemente se había quedado ciego. Desde ese niño tengo miedo de enceguecer.
P.: ¿Y antes de eso, no?
MFM.: No. Cuando iba a la iglesia con mis padres, miraba las velas y hacía muecas. La luz aumentaba, disminuía. Yo creía que tenía un poder mágico con los ojos, era antes de saber de mi miopía.
P.: Una vez la oí decir que iba a tratar de un artista vasco, Eduardo Chillida (“Escritos”), que había leído por primera vez hacía más de veinte años. La oí decir que había necesitado más de veinte años para estar preparada para enseñarlo.
MFM.: Una amiga me pasó el texto, me pareció maravilloso y no lo entendí.
P.: ¿Cómo pueden ser precisos más de veinte años para recoger un texto que nos impresiona? Aun más cuando tenemos la impresión de los filósofos llegan más rápidamente a comprender las cosas indescifrables, impenetrables.
MFM.: No estamos listos, pero esperamos estarlo un día. Sabemos que no podemos dejarlo atrás. Yo quería entender lo que estaba diciendo y no lo conseguía: “El espacio es una materia rápida. La materia es un espacio lento”. Guardé este texto. Guardo muchas cosas para mejores días… Chillida me impresiona mucho. Solo he visto sus esculturas pequeñas. Tengo la esperanza de un día ver las de arte público… Releí el texto y dije: “No voy a soltarlo. Como el perro no suelta el hueso.”… Goethe guardaba textos para desarrollarlos treinta, cuarenta, sesenta años más tarde. Es impresionante. Sobre todo porque se trata de un poeta.
P.: Y los poetas “saben ver en la oscuridad”, dice un verso de “Choro bandido” de Chico Buarque.
MFM.: Es verdad, saben ver en la oscuridad. Y Goethe es el poeta de la circunstancia. Los poemas no nacen de la nada. Nacen de algo que estuvo aquí. No creo que fuese por mímesis (esperar veinte años para trabajar Chillida). Creo que es una especialidad mía –algo infantil que quedó en la edad joven- apreciar la extrañeza, quedar atrapada por algo que no esperaba. Cuando joven leí dos o tres obras de Nietzsche, “El nacimiento de la tragedia”, “Zaratustra”, muy deprisa. Otra cosa infantil. Como comer ávidamente. Leía sin parar y no entendía nada. Pero no desistía. Solo volví a leer a Nietzsche verdaderamente mucho más tarde. No fue un autor buscado.
P.: … La Filosofía no es lo mismo que el arte o la poesía.
MFM.: No tiene nada que ver. La Filosofía es muy destructiva, pero creo que he conseguido pasar incólume.
P.: ¿El arte es construcción?
MFM.: Sí, como la escritura. Volviendo atrás, solo aprendo lo que puedo aprender, lo que me deja ser libre, lo que descubro que me pertenece y no lo sabía. No acepto nada que me sea adverso, nada que me quiera negar. Solo tomo consciencia de esto que ahora estoy hablando con usted. Quiero decir, a veces tengo una gran resistencia que ignoro. Tengo armas que no son las armas habituales. No he querido estudiar a ciertos filósofos, o he comenzado a estudiarlos para luego abandonarlos. Aunque los sepa excepcionales, no quiero conocerlos bien.
P.: En una clase, refiriéndose a Heiddeger, dijo: “No pertenece a mi familia”. De algunos autores y artistas habla con una proximidad que se emplea para hablar de la familia.
MFM.: En cierto modo es así. De mi familia forman parte Nietzsche, un maestro tardío, Goethe, que fue el primero, sigue Walter Benjamin, casi al mismo tiempo. Cuando comencé a leerlo me pareció que él pertenecía a mi familia y yo a la suya. Como Hanna Arendt. Hanna Arendt fumando en la película… Es como me la imagino. Y en el suyo veo reflejado mi modo de pensar.
P.: ¿Cuál?
MFM.: Pensar es un acto solitario. No se dice nada a nadie. Se está tumbada en la cama o sentada mirando al vacío. Eso ha de transmitirse de alguna manera cuando se enseña. Ella es un ser libre. Los medievales decían algo maravilloso: decían que el aire de la ciudad vuelve a los hombres libres…
P.: Y Dante…
MFM.: Ahora todo parece filtrado. Colli dice que colocamos una máscara en la violencia. El artista es aquel que arranca la máscara. Más vale la violencia desnuda que la máscara que convierte la violencia en muchos programas. Como dice San Agustín, el abismo está en todos los corazones. El abismo clama por mucho, aun en los corazones buenos. Clama por la crueldad, por la vergüenza que infligimos en los otros y que Nietzsche considera que es lo peor que podemos hacer.
P.: Kafka también dice que la vergüenza es el peor de los sentimientos.
MFM.: Sí. Infligir a los otros ese sentimiento es imperdonable. No tengo en absoluto la idea del perdón sin límites y creo que hay una distinción entre bien y mal. Tenemos que buscarla todos los días. Ahí soy arendtiana. La facultad de juzgar a la manera kantiana es la gran fuerza de nuestra existencia pensante…

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