31 octubre 2014

Leyendo "Materia de las nubes"

Vista del Tejo desde la Rocha
do Conde de Óbidos (c. 1900)
Materia de las nubes no es un libro fácil. Me doy cuenta ahora de que no lo es su lectura; como no lo fue el atribulado proceso de su escritura. Y es que hubo un día en que yo también pensé que escribiría sobre Lisboa al prisma de su proverbial luz blanca; con la cadencia natural con que sus promontorios desembocan dramáticamente en el río-mar, con silencios de paquebotes alejándose por la barra y profusión de azules pastel —ningún destino más natural para el que busca escribir versos sobre una de las ciudades más líricas del mundo, más consabidamente bellas. Pero las ciudades son tan luminosas para los turistas como oscuras para quienes las habitan. Y el tiempo pasó, y el destino me trajo a Lisboa y entonces acabé —acaso es posible evitarlo— por enfangarme en su realidad. Y descubrí que aquella luz tan clara se compadecía con lo radicalmente gris de su “real cotidiano”, el que odiaron y quisieron rehabilitar algunos de sus poetas. Y, para mi sorpresa (o no tanto), algunas de sus gentes me dijeron que preferían mil veces la oscuridad de “Madrid, París, San Petersburgo, el mundo” a aquel fulgor de su ciudad, para ellos anegada de cotidianeidad. Y en sus “pastelarias” me crucé algunas veces con esos semblantes helados de los que se rió siempre Cesariny: “Que al final lo que importa es subirse el cuello del abrigo/ al salir de la “pastelaria” y desde fuera —¡ah, desde fuera!— reírse de todo”. Y del brazo de Cesário Verde reparé en el “color monótono y londrino” de ciertos edificios y con él, asomado a una ventana, sentí lástima de la tísica que eternamente plancha y que se irá a la cama sin nada que llevarse a la boca. Y así lo que era luz meridiana empezó a grisear, oscurecida por ese color tan mediano del que estamos hechos la mayoría los hombres. Y un día, quién sabe cómo ni dónde, quizás en una de esas iglesias pombalinas de rectilíneo exterior —gris y anodino— y retorcido interior —oscurísimo y deslumbrante—, me descubrí pensando que el alma de esta ciudad es barroca; y que, por barroca, y por querencia del metafísico engaño, se enmascara de luz y se nombra con las palabras más claras. Como un laberinto, como un caracol, como Pessoa: “una madeja enredada hacia dentro”, lo vio quien bien lo conocía, Caeiro. Y así, de este barroco nacieron las prosas de Materia de las nubes, que de esa materia evanescente lo único que no conservan es el color. Aparecen ahora sus primeras reseñas, que justamente por exigir al lector (aun a aquellos tan conspicuos como los que ahora lo leen) sumergirse en aguas tan poco claras y aun, a ratos, nadar a contracorriente, agradezco de manera especial. La primera la escribe Manuel Pecellín para la web de la Real Academia de Extremadura, y por ser breve aquí queda completa.

Licenciado en Derecho y diplomático de carrera, Marina (Cáceres, 1978) estuvo representando a España en México (ver sus obras Lo que los dioses aman, 2008 y Limo y luz. Estampas luminosas de la ciudad de México, 2012). Lo hace ahora en Portugal (ha traducido y antologado al poeta luso Alberto de Lacerda en el libro El encantamiento, 2012). Materia de las nubes, auténtica fusión de géneros, está escrito en prosa poética, con atrevidas innovaciones (sobre todo, en lo referente a la construcción de neologismos; eliminación de las mayúsculas; algún caligrama; uso mínimo de la puntuación y la mezcla de idiomas: castellano, inglés, portugués, italiano). Es un cálido homenaje lírico a a Lisboa, donde tanto abundan los lugares que reclaman el tributo de un poema. Digamos rochadocondedeóbidos, paláciogalveias, jardimbotánico o miradordagraça, como escribe Marina los nombres de los sitios que componen las cuatro partes de su obra. Y es que, ciertamente, "Lisboa és un pretext de meditacions permanents", según dijese en su día el catalán Josep Plà y repitiera nuestro Ángel Campos. M.P.L.

Más amplia y sustanciosa, la segunda la firma Miguel Ángel Lama en el más reciente número (113, octubre-noviembre) de la ovetense Clarín. Aquí queda uno de sus párrafos: "La palabra de Luis María Marina localizada en esos espacios de Lisboa tan evocadores es la de un cuaderno o diario —la referencia temporal explícita a una mañana de febrero al inicio— en donde el que escribe constata la dualidad de su escritura, instrumental y práctica unas horas del día —la del burócrata, el diplomático— y sublime y poética, contemplativa, creativa durante otros momentos; y así el libro entra en una dimensión de ensayo sobre la propia escritura, y sobre otras escrituras, las de los autores admirados, que van apareciendo a lo largo de esas páginas: Assis Pacheco, Ruy Belo, Cesário Verde, António Ramos Rosa, Luís Amorim de Sousa". El resto, en las páginas de Clarín.

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