Somos gente pura: los más jóvenes desconocen la promiscuidad, mi muchacha, si ve la palabra escrita, seguro que la encuentra demasiado larga y difícil de deletrear: pro-mis-cui-dad (si me la imagino escrita en una cartilla Rubio, con tipos normandos y rayas grises, ¡me hace daño a los ojos!). La promiscuidad: me gusta. Porque me huele a calor humano, me deja un regusto de carne en la boca, me penetra y tranquiliza, me recuerda -¿por qué no?- cosas muy importantes (para mí, libertino, si me lo permiten) como tetas, barrigas, piel, ingles, axilas, ombligos como conchas, tiernas orejas, sudor, aceites del cuerpo, trepidaciones de manada. Y la confusión de los cuerpos cuando se devoran por los sexos y por las bocas. Y las manos, que agarran, y las piernas, que enlazan. Máquinas que somos, máquinas cuasi perfectas o, por mejor decir, maravillosas, aunque frágiles, cómo no admirar nuestras piezas, muelas y válvulas y venas, todas ellas animadas por un soplo que parece ajeno pero que sale de su propio movimiento, del resuello, del aullido del animal, de la desesperación del ángel caído. Y junto a esto, que es lo trivial, apenas lo que a cada uno, torpe o tullido, le es concedido para dar y cambiar, fatalidades, en su mísera o portentosa condición de bestia; junto a esto, la belleza, que es la sorpresa, la armonía de las formas, que es la excepción, la inteligencia, que es la reminiscencia de los dioses. Al lado de la bestia, natural e informe, la estatua –donde la carne fue moldeada en líneas puras, quién sabe por qué, por quién y con qué fin (sí, el fin sí lo conocemos, es el que a todos nos hermana en la calavera desdentada, horrible, riéndose de la belleza y de los ojos que la gozaban, de la estatua viva y de las manos que la recorrían, demoradamente, absortas).(Comunidade, Luiz Pacheco, Contraponto, 1964).
Traducción: Luis María Marina
No hay comentarios:
Publicar un comentario