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23 octubre 2015

Nuevo libro de Nuno Júdice


Llega de Lisboa, como una lufada de brisa atlántica en este recio otoño madrileño, A Convergência dos Ventos, el libro más reciente de Nuno Júdice. Me reafirmo en lo que hace ya algún tiempo escribí aquí: cada nuevo libro de Júdice es una promesa de gran poesía, que además siempre resulta satisfecha. Y esto con una regularidad asombrosa, desde hace décadas, para el lector portugués. Pero también en los tiempos más próximos (circunstancia que añade un motivo a la celebración) para el español. Amén de las varias antologías aparecidas a raíz de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y de las ya existentes con anterioridad (en España y del otro lado del Atlántico), sus dos poemarios más recientes contaron rápidamente con ediciones en nuestro país: Navegação de Acaso (Navegación sin rumbo, Editora Regional de Extremadura, 2014) y O Fruto da Gramatica (El fruto de la gramática, Valparaíso, 2015). Una tónica que espero se continúe con esta entrega -demostrando que cada vez somos más los que cada año esperamos nuestra dosis, tan necesaria, de Júdice. Entretanto, aquí quedan dos poemas de A Convergência dos Ventos.




REGRESO A HÖLDERLIN

Cuando partí del extremo de que hölderlin podría
servir de ejemplo para el uso poético de la locura,
no había visto en qué circunstancias se había encerrado
en una habitación con una ventana que daba al río. Y cuando
la abría, el curso del agua le parecía el curso del tiempo
y se quejaba de su música, que comparaba
con el caer del agua en la clepsidra, engrosando el caudal
de las horas hasta inundar las orillas. Y recelaba que
el tiempo le alcanzase y lo ahogase,
en su habitación donde vivía fuera del tiempo.

Entonces, se tapaba los ojos cuando iba a asomarse
a la ventana. Pero el viento le golpeaba en la cara, y se sentía
como un pájaro arrastrado
hacia el fondo de los continentes más lejanos. Y
gritaba el nombre de la mujer amada, que tal vez ya había
muerto, pero a la que seguía llamando como
si ella lo oyese. Desde la otra orilla, los niños
se burlaban de él, y le respondían: "¡Estoy
aquí!" Y él lloraba, aunque los locos no deban
tener sentimientos, ni sufrir con las cosas del mundo.

Hoy, al visitar aquella habitación de la torre de hölderlin,
podemos ir a la ventana, taparnos los ojos y, como él,
gritar el nombre de la mujer que él llamaba. Ninguna
voz lo repetirá, en eco. Hoy, la locura no forma parte
de los rituales que puntúan la vida. Quien ha enloquecido anda
en medio de la gente, como si la razón le perteneciese,
ordena a los muertos en la carpeta de la memoria, y los deja
estar para que nadie los recuerde. Sin embargo, al destaparnos
los ojos, hölderlin surge frente a nosotros y nos extiende
los brazos llenos de los instantes que nunca vivió.


UNA NUEVA CUESTIÓN PRÁCTICA

Pero, ¿qué es lo real? Y, de no hacer esta
pregunta, ¿tendría que preguntar si lo real es esta
lluvia que me obliga a andar más deprisa,
entre una calle y otra, para evitar
las gotas porque hay árboles a lo largo del
paseo, o esta forma de organizar el verso,
no dejando que se desborde más allá
de la mitad de la línea? Sí, lo sé, quien anda
bajo la lluvia se moja, y quien lee el poema, en
casa, oyendo el golpeteo de la lluvia en los cristales,
no piensa en la poesía, sino en la suerte que tiene
por haber llegado a casa y, en una actitud bien
burguesa, estar sentado con un libro en la
mano. Ahora bien, yo le digo a quien me lee, el lugar
del poema no está en la mano sino en el corazón:
y si este late más deprisa, eso no se
debe al ritmo del poema, sino al hecho
de haber corrido entre una calle y otra,
para evitar la lluvia. Así, lo real
es la lluvia que cae en el poema y no allá afuera,
y esto me obliga a preguntar qué
es lo real: ¿lo que está en el mundo o solo
lo que nació de estas palabras?

20 mayo 2015

Rui Knopfli, "El país de los otros"

Escribía antesdeayer que los últimos estertores del Imperio portugués no impidieron que los territorios que pronto dejarían de ser coloniales nutrieran a brillantes poetas, algunos de los mejores de esa lengua en las décadas del cincuenta y el sesenta. Es el caso de Rui Knopfli (RK), nacido en Mozambique y autor de los poemas reunidos en El país de los otros, nueva entrega de las Letras Portuguesas de la Editora Regional de Extremadura. Muchos de esos poetas se perdieron en el limbo existencial de los que no son de ningún lado, de los condenados -la razón de la condena aquí poco importa- a vivir en países que pertenecen a los otros. Y en esos terrenos tan pantanosos del extrañamiento sembraron su palabra, y recogieron frutos, acerbos y emocionantes, que el paso del tiempo ha demostrado hechos de la materia de la poesía verdadera. Rescatarlos del otro limbo (el editorial) es tarea antes gozosa que urgente. La urgencia es descartada de antemano por el propio RK, quien ha escrito con lucidez y no sin ironía acerca de los renglones torcidos en los que se escribe el canon literario: "Entonces/ mi nombre comenzará a aparecer/ en antologías y, para tedio/ de maestros y niños, se harán/ ediciones escolares de mis libros./ Ese día seré olvidado" ("Posteridad", Mangas verdes com sal). El gozo, ese, es el que sentimos cada vez que un poema de RK mueve algo en nuestro interior. Probablemente se trate de un poema sencillo, discreto y dicho como en voz baja, en la intimidad insuperable de la página. Pero también es muy probable que su lectura nos invite a franquear las puertas de una cofradía indisoluble, aquella que forman el poeta y sus humildes "treinta lectores". De esos treinta, unos pocos son nuestros. En el prólogo a "El país de los otros" me refiero a los más tempranos, Crespo y, sobre todo, Gabino-Alejandro Carriedo, que se correspondió durante años con el portugués nacido en Mozambique. Entre los modernos, no puedo dejar de mencionar a dos, Martín López-Vega y José Ángel Cilleruelo, con quienes antes he compartido conversas de admiración por el poeta de "vago, extraño nombre" ("Autorretrato", Mangas verdes com sal) y comparto, desde hoy, el placer de haberlo traducido. 


25 abril 2015

Dos poemas de Ruy Cinatti

Ruy Cinatti, Lisboa, 1965,
fotografía de João Cutileiro
Por el imperio colonial portugués en descomposición anduvieron algunos de los mejores poetas que esa lengua ha dado en la segunda mitad del siglo pasado. Si Rui Knopfli es el poeta de Lourenço Marques, Ruy Cinatti (1915-1986) lo será de Timor Oriental. Nacido en Londres (en una familia de diplomáticos), formado como ingeniero agrónomo, fundador en Lisboa de la influyente revista Cadernos de poesia, Cinatti pronto comenzará a trasegar los caminos del imperio. Tras un paso iniciático por las islas atlánticas de São Tomé e Príncipe y Cabo Verde, a mediados de los cuarenta desembarca en esa otra isla, "roja y verde", de Timor, que habrá de marcar definitivamente su existencia. A ella volverá en otros periodos, sirviendo en diversos puestos de la Administración colonial. Y a ella dedicará parte sustancial de su obra como antropólogo (por ejemplo, un bello Cancioneiro para Timor donde el estudio de costumbres se funde con la fotografía y la poesía), pero también y sobre todo algunos de sus mejores poemas, casi siempre los más emocionantes en el conjunto de una obra tan amplia como irregular. Aquí quedan dos, extraídos del libro Uma Sequência Timorense (1970).


PROPÓSITO INAPLAZABLE

Lo que duele es ver al pobre
timorense escuálido beber
agua del pantano,
donde desaguan desperdicios,
comer tierra
y saludarme, cuando
circulo por la carretera,
dios ocioso.

Tantos y tantos otros,
timorenses escuálidos,
me miran como si su deber fuese
cavar fosas,
plantar un banquete
de maíz, arroz y carne,
llenar copas vacías,
de borrachera y sueño,
que no duela,
mortifique el ocio,
reanime el tiempo.

Huir es mejor que prometer
esperanza para mejores días.

Huir es atrasar
el discurso límite
frenado por las ruedas
de la duda maníaca.

Yo no prometo nada.
Invoco los montes
heridos por la luz,
el mar que me circunda
en Dili, tierra-tedio y de mala gente.

Me afino según el timbre
limpio de las almas
de los timorenses escuálidos
que me deletrean vivo.

Y sigo,
limpios el alma y el rostro,
sujeto a la condición que me redime.
Los timorenses solo tendrán razón
cuando me maten.


EN TIERRAS DE NÁRI-LAUTEM

De la gente,
el bullicio matutino.
De la gente
bello el acorde de los gallos
abriendo las alas
sobre los túmulos.
Bello
el sol que limpiaba
los ojos
de los niños
que tropezaban con el día.
De la gente,
también, y sabio,
el pensar de los viejos.

Y solo quedó
el cementerio pegado
a las casas ya podridas.

Solo los muertos no han muerto
en Nari, tierra de gente.


Traducción: LMM

23 febrero 2015

"Dispersa sed", una antología de António Ramos Rosa


Este de arriba viene de lejos, de México para ser exacto. Ha tardado sus buenas cinco o seis semanas en cruzar el charco. Teniendo en cuenta ese largo viaje, no deja de ser curioso que los poemas que en él se contienen fueran escritos aquí mismo, en un apartamento situado cuatro bloques más arriba del lugar en el que escribo estas líneas, en las Avenidas Novas de Lisboa. Pues aquí al lado vivió durante cuarenta años António Ramos Rosa, y en ese modesto apartamento escribió a buen seguro parte sustancial de los poemas que su hija, Maria Filipe, ha seleccionado ahora para esta antología, la primera amplia del poeta algarvío que se publica en México, y que uno ha tenido el placer de traducir con Piedad Montero para La Otra, la editora del poeta mexicano José Ángel Leyva. Aunque en España Ramos Rosa está parcialmente editado, con magníficas traducciones, entre otros de Campos Pámpano y Janés, siempre es buena la ocasión de volver a uno de los poetas más definitivos de la segunda mitad del XX. Uno de esos (y con el paso de los años uno se da cuenta de que no son tantos) que aguantan la ordalía de la relectura, que cada vez renuevan la epifanía que sentimos en el primer hallazgo de sus versos. Un poeta cuya palabra es siempre nueva, en el sentido que Alberto Caeiro le enseñó a su discípulo Álvaro de Campos, y que este dejó escrito en el tratado de filosofía más verdadero que uno haya leído, las Notas para a recordação do Meu Mestre Caeiro -que todo lo dejó dicho, y eso  explica no poco de la deriva de todas las filosofías que siguieron. Dice Caeiro: "Todas las cosas que vemos debemos verlas siempre por primera vez, porque realmente es la primera vez que las vemos. Y entonces cada flor amarilla es una nueva flor amarilla, aunque sea la misma de ayer. La gente ya no es la misma ni tampoco la flor. El amarillo en sí no puede ser ya el mismo. Es una lástima que la gente no tenga ojos para saber eso, porque entonces todos seríamos felices". Palabras que hablan de cosas sencillas: flores, colores, ojos, hombres felices y hombres desgraciados. Palabras que hablan de cosas sencillas, como las del mítico "Poema dum funcionário cansado" de António Ramos Rosa: "¿Por qué me siento irremediablemente perdido en mi cansancio?/ Deletreo viejas palabras generosas/ Flor muchacha amigo niño/ hermano beso novia/ madre estrella música/ Son las palabras cruzadas de mi sueño/ palabras soterradas en la prisión de mi vida/ así todas las noches del mundo en una única noche larga/ en un cuarto solo".

10 febrero 2015

El oficio según Al Berto


Fotografía de Felicienne Marboeuf

“Crees que eres escritor y vives como escritor. Con independencia de lo que escribas, te inventas un escenario de escritor. Porque vives con mitos en la cabeza y eso te parece bellísimo. Crees que un escritor debe comprarse unas pantuflas y una bata. Piensas que es indispensable. Un escritor tiene que tener unas pantuflas y una bata. Tiene que tener una buena pluma estilográfica. Tiene que tener varias cosas que forman parte del mundo de la escritura, aunque no escriba nada. (…) Escribes y tienes que vivir rodeado de todas esas cosas que forman parte de la escritura: los papeles, los cuadernos, algunos libros. No muchos. Has perdido en parte la locura de querer tener todos los libros, permanentemente, sobre ti, la biblioteca ambulante encima. De eso ya no queda mucho. Pero lo hubo. ¿Te acuerdas? No te movías sin tus libros. Fue quizás lo último que perdiste. Quizás ya no sea demasiado importante andar con todo eso detrás.
El escritor tiene siempre un millar de personas dentro de sí —murmuras mientras te miras al espejo. Ves a alguien que necesita un litro de café y una buena ducha para despertarse, y que encuentra una dificultad inmensa para reconciliarse con el día. Colocas la bata para tapar el pecho descubierto. Esto es muy difícil. Cada mañana, despertar siempre. De noche es siempre más fácil, por lo menos reconocerte en esa imagen. Es obvio. La soledad se paga… Pero un escritor está por encima de la condición humana. Esto es, necesita nombrar las cosas para que existan. Y, en el momento en que las nombra, uno se coloca en una posición de dios o demiurgo. Desde este punto de vista el escritor tiene la posibilidad de desdoblarse en todo, no solo en personas sino en objetos, animales, en todo. El universo entero debe estar en su interior, si no, no es un escritor.
A día de hoy solo escribes en casa. Y eso te protege del exterior. Escribes siempre a mano, no te gustan los ordenadores, pero te gusta el ruido de la máquina de escribir. Sientes una inclinación hacia el lado físico de la escritura: el papel, el olor de la tinta, las plumas. Hay una faceta en la belleza del momento en que se escribe que tiene que ver con eso y que siempre provoca en ti un gran placer, que la escritura no siempre provoca. Odias los bolígrafos. Ni siquiera eres capaz de escribir con ellos. Con la pluma estilográfica, la textura de la tinta en el papel forma parte del propio placer de la escritura. Durante muchos años escribiste metido en la cama —y actualmente solo consigues leer acostado— pero ahora, como tienes una ventana mirando al mar con una vista suntuosa, te sientas ahí a trabajar. Cuando cambias de lugar, tienes tendencia a escribir cosas emocionales. Hay que producir durante el invierno, porque a partir de la primavera otorgas mucha atención a los vinos, las comidas, las salidas nocturnas… Para decir verdad, no te apetece hacer nada, el verano para ti es algo muy físico. Quizás es porque eres Capricornio…
Ahora podrías poner un disco […] Pero ahora escribes. Y cuando escribes no oyes música. Tienes un ruido de fondo que normalmente es la radio. Curiosamente. Por razones obvias: hace muchos años no había dinero para discos ni tocadiscos. Y basta con que haya un ruido, y muchas veces ni identificas lo que estás oyendo. Hace compañía. Luego, a veces hay algo que despierta la atención y oyes un poco más sin llegar a saber quién toca. Es, como se dice, tener compañía, mucho más que el ruido. Esto te hace estar concentrado, te obliga a concentrarte.
Cuando pasas al papel, el ritmo de trabajo se altera. Mantienes una disciplina absolutamente férrea: no sales de casa, adoptas hábitos alimentarios frugales y tienes una capacidad de trabajo de veinticuatro horas al día si es necesario. Es lo que tú asumes como trabajo de escritor. La primera versión es una carta de marear, tiene siempre algo de residual: al pasar al papel algo se pierde. Es preciso retomar eso y ese proceso es extremadamente doloroso porque hay cosas que la memoria borra completamente y porque el efecto físico de la escritura es otra realidad. Hay una versión, entre líneas otra, en el margen de las hojas hay listas inmensas de palabras, ideas para otros poemas, pequeñas iluminaciones… Hay un momento en que sientes la necesidad de despersonalizar todo aquello, para una primera limpieza en serio, y eso presupone pasarlo a máquina. Es la parte más terrible: para que no haya ninguna corrección a mano, llegas a pasar un poema doscientas veces a máquina y a veces acabas por volver a la versión inicial, que es la más desequilibrada pero la que más te gusta… No conservas esas versiones: en cuanto hay una nueva, las anteriores van a la basura. Pero el trabajo de corrección, la depuración, no te fascinan, porque tu vida es cada vez más barroca: te fascina asumir enteramente la vida de “escritor”, con todos sus rituales. No solo los propios, sino los de los otros: tener pantuflas a lo Tenessee Wiliams, bastón a lo Borges,… No eres capaz de releer De repente, el último verano sin tener al lado una nevera portátil con vasos de cristal y mucho güisqui y una bata y unas pantuflas como Tennessee Williams aparece en fotografías. Esto se complica cuando lo asumes en lo que escribes: por momentos, te sientes el actor de tu propia escritura...”
Al Berto, “Os dias sem ninguém”, distintas procedencias, tomado de Anghel, Golgona: A Metafísica do Medo: Leituras da obra de Al Berto, tesis de Doctorado en Literatura Portuguesa Comparada, Universidad de Lisboa, 2008, pp. 219 ss.
Traducción de L.M.M. (con Íñigo Linaje y Karla Olvera en mente).

24 diciembre 2014

"Segunda elegía de Londres", de Alberto de Lacerda

Portada de Elegías de Londres (1987), en la
edición de la Imprensa Nacional-
Casa da Moeda, sobre dibujo de Paula Rego.
Una reciente conversación con Luís Amorim de Sousa, albacea literario de Alberto de Lacerda (y que continúa dedicando sus mejores esfuerzos, ahora desde Oxford, para conseguir que la obra de este último no se pierda en el olvido), me trae de vuelta a la poesía de Lacerda, que nunca realmente he llegado a abandonar. Dentro de su obra de madurez, la Segunda elegía de Londres ocupa un lugar especial. Fechada en la capital británica en febrero de 1985, en sus versos recrea el poeta aquellos espacios de la remota infancia africana que ya solo existen en su memoria. Los espacios de un imperio extemporáneo, "emblema de injusticia universal" que, no obstante, en los ojos del niño se revisten de humanidad, volviéndose habitables. Y que son revisados con esa mezcla de "buena fe y mala conciencia" (las palabras son de Eugénio Lisboa) con que fueron sentidos por aquellos a los que tocó vivir la descomposición de aquel último imperio (Knopfli, Cinatti. Luandino Vieira o los propios Lisboa o Amorim de Sousa).





SEGUNDA ELEGÍA

Ver lentamente transparente
lo que desde el inicio casi siempre
se ocultara —
la misma luz de la infancia
                                           emanando
del interior del ser y del centro de la tierra
(el cuerpo de cinco años un cuerpo de luz
por entre la luz apabullante del huerto africano
que mi madre plantara)
hasta ese promontorio extremo
de la percepción deslumbrada
era un balcón
                        al cabo
                                     secreto
ambigua presencia
sin relación con todo pero
que oprimía

Desde siempre
                        hubo planes
sin relación intrínseca
cuyo desencuentro yo sufría
las fuentes
que no se tocaban
por detrás de todo
la tiranía doméstica
emblema de la injusticia
universal

Pero la luz me llevaba siempre
de la mano

La propia inocencia prolongada del cuerpo
era una iridiscencia
que sobrevivió a la túnica rasgada
muchos años más tarde
en la roca del deseo

En el terror se ocultaba lo que yo no entendía
miasma de la soledad brutal

Todo era ajeno
                         todo me era voluntariamente
alejado de la alianza
que el corazón gritaba cada vez más alto
queriendo alcanzar

Ambiente
                        decían
                                    impropio para el consumo
Todos los días se hablaba de regreso

Niños negros con quienes raramente jugaba
en la sanzala
lejos bien lejos de la casa
casa grande
que llamaban palacio

Noches
noches enteras
                         un batuque
muy muy lejano

Son que me laceraba hasta la angustia
en un deseo en una nostalgia sin nombre
de no sé qué no sé dónde

Lo que nunca tiene explicación
comenzó en ese ritmo lejanísimo
oído interminablemente toda la noche

Joaquín ayo adorado
que me bañaba y sin palabras
me dejaba lavar
                           las partes que Camões
llama vergonzosas
y no lo son
                        nunca lo fueron

El cocinero —no recuerdo su nombre—
que me contaba historias en que siempre había animales
dentro de otros animales

Regreso
conversaciones obsesivas
sobre el regreso
                            siempre frustrado
a Europa
                (la metrópoli era Moscú
para aquella gente en nada parecida a la dulzura
de las tres hermanas chejovianas)
pero era allí
en aquella oriental costa africana
donde yo había nacido
                                      aunque espiritualmente me la negaran
después de la violación secular

Barquitos de corteza de sumaúma
que puse a flote en Mentangula
en el lago Niassa
mes paradisíaco de mi infancia

Los crepúsculos vistos desde la terraza del palacio
en Villa Cabral
lejos muy lejanamente
                                      en la franja postrera del horizonte
el Lago ardiendo en plata

Por todos lados el misterio se encarnaba
natural como la selva a dos pasos
de la casa grande

Solo siendo adulto he habitado en la memoria
ese misterio que la tiranía blanca
intentó destruir

El enigma de ciertas miradas africanas
sobre todo las madres
                                    pegadas a los hijos al cuerpo
por la capulana

Mirada semejante a la que me vino a traspasar
siglos después en los indios de México

Clotilde que era joven feliz y murió en el parto

Dada la alarma
dejado yo a solas en el caserón con los criados
oí un grito que era imposible que hubiese oído
y fue una mueca
                            un vagido cósmico
                                                            el primero

La soledad clavaba garras profundas
imborrables

El amor se dilataba en un horizonte tan lejano

que solo las lágrimas a veces alcanzaban

19 diciembre 2014

Daniel Faria

pd-087No podía ser de otro modo. Discreto, casi en silencio, llega entre nosotros Daniel Faria (1971-1999). Podría decir que es, quizás, el proyecto literario al que más ilusión he dedicado en estos últimos años; podría, también, dejar escrito que Faria, no me cabe duda de ello, es el mejor poeta portugués de las dos últimas décadas –y eso no es poco en país con tradición lírica tan asentada y pujante como este. Pero una y otra cosa, que serán dichas a su debido tiempo, violentarían lo que ahora realmente importa: la palabra del poeta. La palabra del primero de sus libros mayores, Explicación de los árboles y de otros animales, que acaba de publicar Sígueme. Violentarían el asombro que sentí al leerlo por vez primera, al compartir con Faria el espacio inacabable, aterido y sin embargo acogedor, de sus páginas. Un espacio al que el lector español queda, desde hoy, convocado.

23 octubre 2014

"El fruto de la gramática", nuevos poemas de Nuno Júdice



Cada nuevo libro de poemas de Nuno Júdice es motivo de celebración, una promesa de verdadera poesía. El más reciente se titula O fruto da gramática (El fruto de la gramática), y acaba de publicarlo la Dom Quixote. Aquí quedan tres de sus poemas, en los que Júdice vuelve, con aire nuevo, a algunos de los asuntos que nunca ha llegado a abandonar.



QUÉ ES LA POESÍA

Es posible que este poema no sea
un poema. De hecho, aunque escrito en verso,
con cesuras que están en el lugar en que
deben, unas, y donde no deben, otras,
y a pesar del ritmo que sigue algunas de las reglas
propias de un discurso con marcas musicales,
que produce el placer de la armonía de vocales
y consonantes para los oídos más atentos, este
poema puede, en la consideración de algunos,
no ser un poema, o no formar parte
de aquello a que se da el nombre de poesía. Una frase
más larga de lo habitual, en vez del discurso
equilibrado y acorde con los hábitos
de la dicción; o un raciocinio que nace de una discusión
técnica sobre las reglas que el poeta debería
seguir para llegar a su objetivo; he aquí
dos motivos más que suficientes para que se diga
que este poema no es tal. No obstante, otros pueden
traer argumentos más profundos: que falta aquí
una trascendencia, un sublime, un contacto
con lo divino. Estos son los clásicos. O que
no se siente la presencia de una inspiración de carne
y hueso, de la piel tersa de aquella que se aproxima, sin
que aún podamos verla, y que nos dice al oído la palabra
de amor: son los románticos. O incluso que nada de este
debería tener un sentido, y que las imágenes tendrían
que ir las unas contra las otras en la bolsa de la estrofa: son
los modernos.
Dejo que discutan los unos con los otros, intercambiando
sus argumentos y sus ambiciones, y espero a que
me digas que este poema que todo apartó cuando
llegaste a mi lado, es un poema; y si me lo dices,
sabré entonces que es tuyo este poema, y el resto
que quede para quien cree saber qué es,
o no es, la poesía.


NUEVO TRATADO DE BOTÁNICA

Cuando encuentro en un libro nombres de árboles, de flores,
de cualquier planta que no conozco, no voy a los tratados
de botánica a ver la imagen natural con la respectiva
descripción. Me basta con imaginarlas, aunque pinte de azul
flores que son blancas en la realidad, o vea hojas largas
en un árbol de hojas pequeñas, y descubra raíces
profundas en un arbusto que se arranca simplemente con la mano. De hecho,
la vegetación poética va a encontrar en los nombres de las plantas
su verdadera naturaleza. El nenúfar se transforma
en una planta aérea, como una gran nube que pasa
por el cielo de la memoria; y los lirios son como cardúmenes
que huyen por entre los versos, dejando un rastro
de violín a su paso. Necesitaría una estrofa
grande como un invernadero para cultivar lo que solo
crece en la tierra de las palabras; y cuando llegase
la primavera, aunque esta no fuese más que
el lugar común de la poesía lírica, la vestiría con
el amarillo de los abetos, el morado de las espigas y el rojo
sangre de las violetas. Caminaría bajo la melancolía
de los pinos, y oiría cantar a los pájaros en las copas
frondosas de una palmera. ¿Y la ciencia, me preguntais?
En el poema, respondo, la única ciencia es la realidad
que las imágenes inventan; y cuando miro hacia
el campo, por la ventanilla del automóvil, no quiero saber
qué árboles son aquellos, ni cuál el color de sus flores.



RECUERDOS DE VIAJE

En los hoteles de provincias, las ventanas
cerradas a la calle y abiertas a
oscuros zaguanes, había siempre una biblia
en la mesa de cabecera. Parecía que sus hojas,
atadas por una goma, no habían sido
nunca abiertas; y el polvo de la capa nos ensuciaría
los dedos si llegásemos a tocarla. No sé
qué había dentro de esas biblias; y
si nunca las abrí fue para no encontrar
unas líneas que alguien habría escrito contando
su soledad, un subrayado en que se intenta
dar una respuesta al miedo a la muerte, o
un simple punto de interrogación en la frase
oscura del profeta, como si el destino
de lo sagrado fuese representar el misterio. Pero
nunca me acerqué esas biblias al oído, para
que me contasen lo que habían oído en las noches
de una habitación sombría de un hotel
de provincias, las ventanas abiertas
al zaguán donde gritos y gemidos
de amor se habían perdido, y sordas confesiones
todavía fluctúan en un limbo
de antiguas existencias.






07 septiembre 2014

A cuento de dos poemas de Alberto Da Costa e Silva, Premio Camões 2014


Una rápida lectura a las notas con que la prensa lisboeta saludó la concesión del más reciente Premio Camões al brasileiro Alberto da Costa e Silva (São Paulo, 1931) despertó de inmediato mi interés. De entrada, por la instintiva camaradería que nos acerca a aquel con quien compartimos profesión, pues comenzaban aquellas líneas subrayando que el brasileiro es diplomático, con una larga y exitosa carrera a las espaldas, ejercida casi por completo en el ámbito de la “latinidad” (Caracas, Bogotá, Asunción, Madrid, Roma y Lisboa, donde sirvió en dos períodos) y en África (puestos en Benin y Nigeria) e incluyendo varias Jefaturas de Misión. Pero si aquello llamó mi atención, más aún lo hizo lo poco que en esas nótulas pude entrever acerca de su obra literaria, compuesta por una decena de títulos de poesía y unos pocos ensayos sobre asuntos cercanos a mi interés y títulos más que sugerentes: O Vício da África e outros Vícios, A Enxada e a Lança: a África antes dos portugueses o A Manilha e o Libambo: a África e a Escravidão. Inmediatamente sentí la necesidad de hacerme con alguna de esas obras, y a ello me puse con afán, solo para darme de bruces una vez más con la sólida certeza de que los libros brasileños simplemente no llegan a Portugal, por motivos diversos y que aquí no vienen al caso —el que quiera comprobarlo, pregunte en las librerías de Lisboa por obra tan central en la literatura en lengua portuguesa del siglo pasado como el Grande Sertão de Guimarães Rosa; yo, en cuatro años, solo he encontrado un ejemplar en lance: de la edición de Seix Barral con magnífica traducción a nuestra lengua de Ángel Crespo. Espoleado por el fracaso, indagué cerca de varios amigos informados en estos asuntos que suponía debían conocerlo, de quienes tampoco conseguí rascar mucho más: aunque alguno de ellos recordaba haber compartido mesa y mantel con el brasileiro en su última estancia lisboeta, siendo este embajador de su país, y aun es posible que tuvieran en su biblioteca alguno de sus libros, tuve la sensación de que el recuerdo que Costa e Silva había dejado en ellos era lejano, leve, como una huella no demasiado profunda, que probablemente es lo máximo que los pasos de un diplomático aspiran a dejar en los lugares que lo acogen —aun un diplomático como Costa e Silva en un país como Portugal, unidos ambos por una tupida red de hilos biográficos e intelectuales.








Pero ayer, inopinadamente, en una de esas librerías de centro comercial, tan improbables como lisboetas, encontré por fin dos libros del más reciente Premio Camões: uno de memorias ficcionadas, Espelho do Príncipe (1994), y otro de poemas, Ao lado de Vera (1997). Sin tiempo aún para dar cuenta del primero, sí he leído, de un tirón y con notable gusto, el segundo. Obra de madurez, Ao lado de Vera es un conjunto de poemas teñidos con un tono elegíaco, pero que nunca caen en esa querencia natural del alma lusíada que es el saudosismo, porque por detrás de la lente melancólica se adivina siempre una sensibilidad inquieta y comprometida con lo real, con la trascendencia de lo en apariencia insignificante. ¿Y cuáles son las coordenadas de la navegación de esa sensibilidad en el mundo? Las que representan los pequeños universos que todos nos formamos y que a todos nos amparan de la malaise que tarde o temprano acaba por alcanzarnos. Y de cuya calidez estamos si cabe más necesitados quienes hacemos nuestra vida en esta errancia por los caminos de Dios: no es por ello extraño que las galaxias más trasegadas por Costa e Silva en este poemario sean las la familia y las de la memoria, que son por fuerza las de la infancia. Si a lo anterior se añade una notable contención de los medios expresivos, que aleja esta poesía de los concretismos y otros "ismos" tan caros a la lírica brasileña (y que, como afirma Nilo Scalzo en la cuarta de forros, “recuerda a los grandes momentos de la poesía inglesa”), los poemas de Costa e Silva acaban por confluir con ciertos veneros de la poesía en portugués del siglo pasado que corren por encima de las fronteras nacionales, abriendo sugerentes caminos: los desbrozados antes por Pessoa, por Drummond de Andrade, por Rui Knopfli. Como muestra, aquí quedan dos de los poemas más emocionantes de Ao lado de Vera.    


p.s.: En la esclarecedora bibliografía del autor que ocupa las páginas finales de Ao lado de Vera se puede leer que varios de sus libros de poemas fueron lo que entre nosotros se suele llamar con cierta displicencia “autoeditados”. El poeta prefiere indicar que son “ediciones para los amigos, fuera del comercio”; y en esa pequeña indicación leo yo un manifiesto: en tiempos como los que corren, en que los atrios de todas las iglesias han sido tomados por los mercaderes, Da Costa e Silva entiende el oficio poético como la sola tarea intelectual que aún puede salvarse de resultar contaminada por ciertas compañías indeseables; y concibe el poema como la única ofrenda posible a los amigos verdaderos, donde caben todos los lectores que sepan apreciarla —yo, lector suyo, ya me considero su amigo. Desafortunadamente, reflexión tan placentera fue interrumpida por cierto escritorzuelo de cuarta, cuyo nombre me ahorro para no contaminar los poemas que siguen, quien escribió recientemene en su cuenta de facebook que se proponía limpiarla de “poetas autoeditados”. También me ahorro la lista de los “poetas autoeditados” cuya lectura redundaría en beneficio de su cultura literaria (es un decir). Pero la culpa no es suya. Bien empleado me está por “aceptar amistades” fuera de aquellas que se forjan en las páginas de los libros ofrecidos y recibidos, compartidos y admirados. Ahora sí, a lo que de verdad importa: los poemas.





A UN HIJO QUE CUMPLIÓ DIECIOCHO AÑOS


*

António,
los dioses pintan mariposas,
pero nosotros sabemos que
los hombres sueñan
y sangran.

Existe el río.
Existe el campo. Existen
amapolas y un cielo temprano.
Existen el no, y la pascua, y la noche obesa,
y el ocio furioso. El iluminado
sabor a fiebre y a herida existe.
Existen lo eterno y la sombra
de un cielo hosco y desierto
sobre cuanto olvidamos.

Existen
veleros y sonámbulos, el día,
las escamas del pez, la alegría.
Existen la soledad —zambullida y asombro—
y soñar contigo.
El dolor existe.


**

António,
enséñame a no tener miedo
a caminar despierto,
y a recibir el azote del éxtasis.

Devuélveme el asombro
frente a la iniquidad
y el rugir de la fiera.

Repón en mí la fuerza
para resistir al cansancio
de tanto cielo y abismo.
Perdóname la tristeza,
como si fueses mi padre,
y no mi hijo.
                        Usciamo a riveder le stelle.



***

Como un compañero, António, en secreto,
así el cuerpo se va vistiendo de amor.
Así el cuerpo se reclina en la tristeza.
Así el tiempo recoge las flores, en brazados.

Todo es silencio, vuelto del revés. La vida
es una vieja cansada. La vida cubre
el sol.
            Siempre ha sido pobre
la mano que traza esta raya en el día,
esta raya en lo oscuro,
incomprensible e inútil
como llevar a un buey a pastar en la playa.

(Pero los dedos de la vieja mueven los bolillos
y la luz vuela)




ELEGÍA DE LAGOS

Aquí
los viejos navíos
venían a limpiar sus cascos,
no de las olas, ni de los vientos, ni de lo que sueña en la distancia,
sino de lo que tiende a tierra y a piedra, al caracol, al sapo y al lagarto,
a lo que es feo y se aferra
a la superficie del mundo
y es inercia y espera.

Bajo
la calle de mi infancia, de camino a la playa,
y acabo en este puerto de esclavos.
Aquí,
en los charcos,
los niños
venden mangos y gallinas,
varias gallinas atadas por las piernas,
como un ramo de flores, las cabezas desesperadas
huyendo del agua,
los pescuezos en u,
las líneas puntiagudas
surgiendo, pistilos, de los picos semiabiertos.

Pasa un muchacho
con una penca de plátanos
en equilibrio sobre la cabeza,
con la misma displicencia con que Dios
traza en sí mismo la curva del universo.
Y otro
canta,
y tamborilea
en la madera podrida
por la lluvia, esta tristeza
de las lanchas de pesca con las redes lanzadas
sobre las aguas del canal y todas las ausencias.

Hace mucho tiempo, mi cuerpo sobre la playa
podía ser un barco puesto a secar.
Aún quedaba
el envite salino del futuro. La vida
no nos negó las mareas, los tifones, y las fiebres,
el abismo y las plagas.
La vida no acostó
al niño,
con el libro iluminado,
en la silla de lona, descansando de haber sido
un sueño y algunos versos
en que el amor está en todas las vocales, envejecido
de jardín y de sol.

Crece la papaya en el huerto de mi casa.
Pero ya no sé sacar de su rama la simple flauta
y el débil silbido.
Desaprendí
a lanzar la peonza
y a correr sobre los muros,
aunque viva
en la abundancia de flores amarillas,
del calor y de las garzas.

Este jumento manso,
perseguido por las moscas,
cierta mañana, después de la lluvia, entre los cestos
de palomos.
Camina lento,
tal la luz húmeda,
por un huerto ya acabado.
Allí,
sentí que la muerte de alguien en mí sucedía,
cuando el cestero, con el mango
del cuchillo apretado contra el vientre,
iba trenzando el mimbre, y el cuchillo
abría apenas el espacio para enlazar
las fibras; no hería, solo cortaba
el remate de las varas —como la noche
solo cierra los ojos
del exacto fin
de la tarde.

Llega el borrico junto al muro en que me siento,
desvistiéndome de la vida.
La muerte
se descasca
como una haba: caen
de su interior los días,
aun el más antiguo,
en que oímos su nombre por primera vez.
Ella nos pone su hocico, es un perro, en las rodillas
y está llena de sarna, de infancia y de miedo.

Me abandona lo que veo
y queda en mí preso.
Fui
lo que nunca imaginé haber sido. Sé que los días
me abrazan.
Por eso,
ahora,
paso la mano humildemente por el pelo del cachorro,
casi pidiendo
al maldito,
al olvidado,
que se acomode en mis pies
y aquí
se quede.


14 junio 2014

En Cáceres, con Júdice

El pasado martes, 10 de junio, 434.º aniversario de la muerte de Camões, presentamos en Cáceres Navegación sin rumbo, la traducción de Navegação de acaso, el último libro de poemas hasta ahora publicado por Nuno Júdice. Sobra decir que, para quien esto escribe, fue un día especial. Y largo. Comenzó en Lisboa, a eso del mediodía, junto a la plaza de toros del Campo Pequeno (a un lado viven los Júdice, al otro yo), donde Manuela,  Nuno y yo mismo nos subimos a un coche con dirección a Cáceres. El viaje dio de sí: malentendido con el lugar de partida (Manuela quejándose amargamente, y con razón, de que no se puede dejar organizar nada a dos poetas); frugal comida en un área de servicio de la autopista y una larga conversación sobre lo humano y lo divino, puntuada con muchos silencios de Nuno, en los que uno lee, en lo más hondo, un compromiso irrenunciable con el valor de cada palabra. Por la tarde, (breve) paseo por la parte antigua, (breve) visita a Jaime Naranjo (para rescatar un Gabino-Alejandro Carriedo allí varado hace algún tiempo) y, después, lo realmente importante: en “Los siete jardines” (lugar “ameno” en palabras de Miguel Ángel Lama), asomados a las traseras ruinosas del que fuera convento de los jesuitas, la oportunidad de oír a Júdice leer sus poemas y el lujo de poder acompañarlo con las versiones castellanas. Banda sonora de pájaros y de un perro que se cruzó, y que a punto estuvo de poner el toque de realidad a uno de los poemas del libro, en que justamente un ladrido lejano de perros desencadena un ejercicio de memoria —esos toques de realidad, esos ejercicios de memoria a los que Júdice tan acostumbrados nos tiene y que siempre nos acaban por atrapar. Conversación con unos cuantos amigos, que se acercaron a oír a Júdice. Cena con Rosa Lencero, estupenda anfitriona todo el día, y a cuyo entusiasmo se debe esta feliz retoma de las “Letras portuguesas” de la Editora. Al día siguiente, el viaje de vuelta a Lisboa, saliendo casi de madrugada, más silenciosos los tres, con el recogimiento de esa hora tan propicia para sumirse en el interior de uno mismo: para pensar que volvemos al flujo de la vida cotidiana (en apariencia interrumpido por el viaje), para fijarse en las gradaciones del paisaje a lo largo del trayecto o para comenzar a valorar en su justa medida la suerte que supone haber emprendido esta Navegación sin rumbo con Júdice. Queda aquí el texto de mi presentación. Y quedan, sobre todo, los poemas de otro magnífico libro de Júdice. Y el compromiso, que creo permanente, de mi tierra con las “Letras portuguesas”.

***

Hemos aprendido a leer a los grandes poetas de otras lenguas en antologías. Tan así que con frecuencia perdemos la conciencia de las peculiaridades de esa experiencia lectora. La unidad de medida (si es que algo así existe) en la lectura de la poesía contemporánea de nuestra propia lengua es el libro; así ha sido desde los inicios de la poesía —la culta, claro está, que la oral ha transitado siempre otros caminos. Pero, cuando se trata de poetas extranjeros, aun contemporáneos nuestros, que se expresan regularmente en su propia lengua mediante libros, esa unidad de medida queda habitualmente preterida por la antología: un “continuum” más o menos artificial (pues ninguna obra poética seria navega sobre una laguna, sino en mar abierto, al albur de profundas corrientes que alteran las coordenadas de su rumbo, por mucho que no se noten a simple vista). Y en el que, además, una tercera subjetividad se cuela, de rondón, entre lector y autor: la del antólogo, quien elige lo que cree más representativo (o más comercial, o más profundo, los criterios son tantos como los antólogos) de la obra antologada. Una obra, por cierto, que por su propia naturaleza viva, está destinada a continuar creciendo y, quizás, a desbordar algunos cauces que hasta entonces habrían podido darse por ciertos. Razones más que suficientes para que a un compañero de promoción de Nuno Júdice, Joaquim Manuel Magalhães, las antologías le recuerden a “un pinar inundado de niebla”; y le parezca que “con el tiempo tienden a volverse vanas”.

Por eso uno que, como muchos de los presentes, tanto debe en su formación lectora a las antologías, comienza a dudar de ellas. Continúan siendo útiles, eso sí, cuando sirven para “presentar” a un autor extranjero; a un autor que, como consecuencia de las vicisitudes editoriales (y de la dificultad con que la poesía circula por los mercados de la edición), es mayormente desconocido y no fácilmente accesible para el lector de otra lengua —objetivo que uno persiguió, por ejemplo, con su antología del portugués Alberto de Lacerda. Pero esta condición está lejos de cumplirse en el caso de Nuno Júdice y la lengua española. La concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en su edición de 2013 ha venido a consagrar lo que ya antes del premio se apuntaba: la espléndida relación de Júdice con nuestra lengua. No creo que haya poeta portugués vivo más traducido en los tiempos recientes; y, si miramos hacia atrás, y dejamos de lado al ubicuo Pessoa (si, para Borges, Quevedo era “una literatura en sí mismo”, Pessoa aún lo será con más razón para nosotros), quizás sólo Eugénio de Andrade en todo el XX pueda comparársele en este punto —y aun en la comparación Júdice parte con alguna ventaja, pues Andrade es sobradamente conocido en España, pero nunca fue tan leído al otro lado del Atlántico como Júdice lo es hoy. Circunscribiéndonos ahora a España, Júdice figura en buen número de las antologías de poesía lusa publicadas en las tres últimas décadas (comenzando por Los nombres del mar, que Campos Pámpano dio a las prensas en 1985), y las recientes antologías monográficas de Pedro Serra para la Universidad de Salamanca/Patrimonio Nacional y Juan Carlos Reche para Pre-textos vienen a sumarse, al menos, a las publicadas por José Luis Puerto en Calambur, por Vicente Araguas en Visor y por Manuela Júdice en Hiperión (con traducción de Jesús Munarriz y centrada en su poesía amorosa).

Hoy, por tanto, Júdice cuenta en nuestro país con un número respetable de lectores fieles, que conocen bien el rumbo general de su navegación poética, y a quienes no tiene demasiado sentido ofrecer una nueva carta de marear, y sí, sin embargo, la etapa más reciente de su singladura. No otra es la razón de que Nuno, Rosa y yo mismo decidiéramos hace unos meses en Lisboa no añadir una nueva antología a la respetable colección, y sí en cambio entregar al lector español este Navegación sin rumbo que hoy presentamos, el poemario más reciente de los hasta ahora por él publicados —y que apareció en Portugal a finales del año pasado, editado por la Dom Quixote. En él, el lector que ya conozca su obra, descubrirá que no sólo es autor de muchos poemas definitivos, sino también demiurgo capaz de situar a esos individuos en un bello hábitat; orfebre capaz de engarzar esos poemas en libros redondos, como el que ahora tienen entre sus manos. Lo anterior, claro está, no excluye de la travesía a los que aún no hayan tenido la suerte de surcar esas aguas: Navegación sin rumbo está lleno de puertas y de razones para atravesarlas y recorrer los pasillos laberínticos y gozosos de la obra de Júdice. Uno y otro lector podrán, en cualquier caso, confirmar lo que ha dejado de ser intuición para convertirse en certeza: estamos ante una de las voces más poderosas de la poesía de nuestro tiempo, más allá de distinciones de lengua. Y por eso hoy la consideramos, en buena medida, incorporada a nuestro propio canon, y esperamos ardientemente escucharla en cada nueva modulación.

Esa obra, levantada a lo largo de más de cuatro décadas de menester y que incluye ya una treintena de títulos de poesía —a los que habría que sumar otras cuantas decenas de obras de otros géneros: ensayo, novela, teatro—, fluye por los cauces de la espléndida tradición lírica lusa del XX (su “século de ouro” para Eugénio de Andrade). El propio Júdice es uno de los analistas más lúcidos de esa tradición y de la tarea que, en su seno, corresponde a los poetas de su generación. Afirma el poeta: “La generación […] aparecida en los años setenta restaura la dignidad de lo retórico y lo discursivo”; y a continuación desgrana, sin afán programático, algunos de sus herramientas privilegiadas: “Regreso a una cierta narratividad, un juego temático que recorre tanto a lo cotidiano como a la Historia o la mitología, […] una confrontación entre referencias diversas recuperadas por el discurso en el seno de una intertextualidad consciente, que colocan a esta poesía en la senda de un Pound o un Eliot, en el aspecto más intelectual de su poesía o en lo que ella hay de juego constante con la tradición; en la de un Kavafis o un Gotfried Benn, por lo que estos tienen de rehabilitación aparentemente episódica o anecdótica de la vida cotidiana; y aun en la línea de un cierto Pessoa, el menos modernista y sin embargo del más moderno, el Pessoa-Álvaro de Campos de Tabacaria o el Pessoa-Alberto Caeiro”. Así pues, Júdice y los de su tiempo no renuncian a priori a ninguna herramienta del lenguaje en su búsqueda de nombrar la realidad. Y eso los convierte en genial consumación del proyecto de modernidad que Pessoa y la generación de Orpheu concibieron como alucinado sueño; cuando los de la promoción del setenta definan el lugar de su poesía ya no lo harán sólo, ni siquiera de manera predominante, con respecto a la tradición lusa, sino con respecto aquella que es ya, de pleno derecho, la suya: la tradición de la mejor poesía universal.

Nutriéndose de tan caudalosas fuentes, la poesía de Júdice vuelve a brotar en este Navegación sin rumbo como un torrente poderoso; con una pulsación personalísima y potente, dominadora como pocas de la amplísima variedad de las herramientas con que trabaja el poeta. Porque, por encima de las diferentes etapas que se pueden obviamente identificar en un canto de cuatro décadas, por encima incluso de temas y motivos, en Júdice, como en todos los grandes, lo que al cabo importa es la voz inconfundible que suena tras cada uno de sus versos, desde los primeros de aquel ya lejano A noção de poema (1972) hasta estos del más reciente Navegación sin rumbo. Una voz que se cuestiona siempre, pero que en cierta nostálgica desesperanza siempre encuentra razones para volver a hablar, para volver a conectar al hombre con lo absoluto por medio de la palabra. Una voz que, en su sonido denso, caudaloso, magmático, atrapa siempre al lector en el interior del poema. Una voz que nunca se pierde en el eco narcisista del yo (léase el espléndido “Narciso” de esta colección), ni es tañida desde la alta ventana de ningún esteticismo. Si existe un característico “tono Júdice” (en absoluto ajeno al del último Ruy Belo), hay también por detrás de cada uno de sus poemas —sea aquel que describe algo tan aparentemente insustancial como un encuentro amoroso en una cafetería, o aquel otro, en apariencia tan profundo, que recrea el mito platónico de la caverna— una poderosa “sensibilidad” (deudora del mejor Jorge de Sena), que guía desde hace cuatro décadas el timón de su decir con una dirección, sin rumbo, pero bien cierta: la de lo real. Y que de este modo convierte su inquebrantable fe en la palabra en eficaz gesto de resistencia frente a la disolución, en afirmación del valor de lo dicho frente a los silencios tramposos de la posmodernidad.

En Navegación sin rumbo, Júdice vuelve a cabalgar los temas que ya se han convertido en la marca de agua de su poesía: el amor y la memoria, siempre sutilmente tejidos (hasta hacer invisibles las costuras) en la trama del poema. Entre nosotros, algún  lector apresurado de su poesía lo ha calificado de “neorromántico”: donde lo “romántico” valdría como proximidad a ciertas vetas de nuestra hodierna poesía de la experiencia. Pero nada de eso hallará en la poesía de Júdice el lector sincero. Encontrará Romanticismo, sí, pero con mayúsculas; aquel que, en la distinción de Kant, prefiere lo sublime a lo bello; aquel que, en Novalis y Hölderlin, acaba por definir la condición del poeta de nuestro tiempo. El poeta que sabe hablar de amor, de memoria (el poeta, quiso Schiller, es ciudadano no solo de su país, sino también de su tiempo), o del propio poema, porque conoce que su oficio es emanación de un, en palabras del propio Júdice, “deseo de conocimiento de lo que en sí es inconcebible”. Un deseo de conocimiento que acaba por revelarse tan frágil como obstinado, aquella “pequenina luz” (una luz pequeñita) del poema de Jorge de Sena; aquella esperanza desesperanzada que impulsa el acto creador (aquí diseccionado en poemas como “Las tijeras de Van Gogh” o “El pintor Van Eyck reconstruye el rostro de la infanta”), que se construye al tiempo que nos construye, que se afirma en la obstinada negación, que es, al cabo, la esencia de toda existencia posible.

Sostuvo hace algunos años el crítico y poeta portugués Luís Miguel Nava que la de Júdice es (y ha sido desde sus inicios) una “poética del agua”. Y este sí me parece un elemento distintivo de su poética, también de un buen número de los poemas contenidos en Navegação de acaso. No se trata solo de que el agua-elemento, encarnado en el mar —que es infancia— o en el río —que es presente y ni siquiera precisa ser nombrado—, sea presencia continua y aparente en Júdice. Su influjo es mucho más profundo, pues acaba por teñir la lente del poeta, su mirada sobre el mundo, entrenada para distinguir en el mar (epítome de lo uniforme para quien no sabe mirar) todos los nombres (esto es, toda la paleta de la existencia que puede ser nombrada). Así, el agua es, sobre todo, un modo de diseccionar la realidad; una sutil aptitud para romper la costra de monotonía que cubre el presente; para bucear en la realidad hasta rescatar de lo más profundo del lecho de la existencia un fulgor de transcendencia (recorrido como el descrito en el poema “Tsunami”). Y es que si la poesía lusa ha podido subirse al tren de la modernidad ha sido, en buena medida, por su capacidad de restaurar, desde Pessoa, un vector de trascendencia entre lo cotidiano y lo absoluto, que vuelve a situar al hombre —sí, a este hombre disforme, empantanado en la costumbre, escindido y atravesado por mil contradicciones— en el centro mismo del poema.

Navegación sin rumbo sirve de brillantísimo pórtico a la nueva singladura de la serie “Letras portuguesas” de la Editora Regional de Extremadura, cuya importancia en las relaciones entre las dos literaturas peninsulares no debe ser minusvalorada. Desde que la vuelta de la democracia a nuestros dos países iniciara el deshielo entre las dos sociedades (ese oscuro período de mutua desconfianza al que los portugueses se refieren como “costas voltadas”), es mucho lo que desde aquí se ha hecho por el acercamiento de las dos naciones, de los dos pueblos y, en particular, de sus dos literaturas. La historia de la incorporación de la poesía lusa del XX a nuestro canon no puede hacerse sin unos cuantos nombres ligados a nuestra tierra. Y que, en una u otra fase de esa empresa, contaron con el apoyo institucional, que se prolonga hasta hoy. No puedo más que felicitar a las autoridades presentes, en particular a la Directora de la Editora Regional de Extremadura, por mantener esa apuesta, más aún en tiempos difíciles como los que corren. Como no puedo más que agradecerle haberme confiado una responsabilidad en que me precedieron otros a quienes me une una deuda de reconocimiento, el amor por las letras lusas y la desconfianza hacia las fronteras; en particular hacia aquellas tan artificiales que quieren separar lo que por definición ha de ser uno, pues concita en sí a todos los hombres: el pensamiento y la creación artística.

Ya terminando, permítanme que, por un momento, me quite el sombrero de poeta y me ponga el de diplomático. La cultura nunca es un lujo, nunca sobra. Menos aún cuando hablamos de relaciones entre pueblos y se consideran los complejos equilibrios en que se sostiene el entendimiento entre vecinos con una larga historia común e infinitas historias particulares a las espaldas. El conocimiento del Otro, de esa expresión privilegiada de su modo de pensar que es su cultura, constituye —por más que sea ajeno a valoraciones cortoplacistas de rentabilidad económica— el único fundamento sólido de ese tipo de relaciones, el cimiento de esas casas de entendimiento que tanto nos ha costado levantar. Los que dedicamos nuestro día a día a cuidar de esas casas pasamos y pasaremos, pero me gustaría pensar que el trabajo hecho por traer la cultura lusíada entre nosotros, el trabajo de las “Letras portuguesas”, el trabajo de este Navegación sin rumbo queda para las generaciones venideras. Como quedará, de eso sí no me cabe duda, la oportunidad, valórenla como merece, de oír, en el día de Camões,  algunos de sus poemas en la voz del propio Nuno Júdice.

Lisboa, a 3 de junio de 2014
(leído en Cáceres, a 10 de junio de 2014)

04 junio 2014

“Navegación sin rumbo”, de Nuno Júdice


Este de la foto es Navegación sin rumbo, el último libro de poemas de Nuno Júdice, que uno ha tenido la honra y el placer de traducir. Una honra y un placer que son dobles: esta Navegación retoma la andadura de la histórica colección “Letras portuguesas” de la Editora Regional de Extremadura. Más adelante hablaremos largo y tendido sobre el poemario y sobre la colección. Por ahora, queda el convite: el próximo martes, 10 de junio, presentaremos Navegación sin rumbo en Cáceres, coincidiendo con el Día de Portugal. La cita, a las 19:30 en “Los Siete Jardines” (Calle Rincón de la Monja, 9). Y, lo más importante, lo haremos con la presencia del propio Júdice. Un lujo.

27 abril 2014

Un poema de Vasco Graça Moura (1942-2014)

CAMPOSANTO EN LEÇA DE PALMEIRA

mi padre está en leça de palmeira, junto al faro de boa nova,
en un cementerio azotado por el viento del norte y el olor de la marea,
no lejos de las mejores cosas de siza vieira y de los lugares de antónio nobre,
no lejos de la petrogalp y de sus grandes cilindros metálicos,
no lejos del lugar donde nació, en una casa más tarde demolida para las obras de leixões

cuando él era pequeño, un día mécia de sena trajo una fotografía,
cedida por un amigo común, de una hilera de casas junto al mar.
me hice una idea de la casa de mis abuelos en la leça de finales de siglo
y de cómo el mundo es aún más pequeño de lo que uno se imagina.
ahora mi padre sólo escucha el bordón de la sirena y las bocinas de la niebla,

y le pasa por encima, en cadencia regular, una antorcha de luz que rasga la noche.
ahora ya no ve a las bañistas meneándose entre el sol, la arena y el agua,
ni dice “mira, aquella qué potable está” con una risa que siempre irritaba a mi madre.
ahora tengo yo la integral de balzac que se pasó la vida leyendo,
y me impresiona profundamente que él esté allí sin libros, sin eça, sin nosotros.

mi padre vivía allí cerca. en el silencio de las lunas ya no se sabe dónde estaba su casa.
nosotros pasamos los días de costumbre a dejarle flores y algún recogimiento,
o quizás uno de nosotros dice “fui con madre al cementerio”, sin pronunciar su nombre.
y no es una tachadura, es una señal más fuerte que perturba la densidad de las palabras,
porque mi padre tenía los ojos muy azules, y ese color a veces está allí, en el mar


 (De O Concerto Campestre; traducción: LMM)