Una rápida lectura
a las notas con que la prensa lisboeta saludó la concesión del más reciente
Premio Camões al brasileiro Alberto da Costa e Silva (São Paulo, 1931) despertó
de inmediato mi interés. De entrada, por la instintiva camaradería que nos
acerca a aquel con quien compartimos profesión, pues comenzaban aquellas líneas
subrayando que el brasileiro es diplomático, con una larga y exitosa carrera a
las espaldas, ejercida casi por completo en el ámbito de la “latinidad” (Caracas,
Bogotá, Asunción, Madrid, Roma y Lisboa, donde sirvió en dos períodos) y en
África (puestos en Benin y Nigeria) e incluyendo varias Jefaturas de Misión.
Pero si aquello llamó mi atención, más aún lo hizo lo poco que en esas
nótulas pude
entrever acerca de su obra literaria, compuesta por una decena de títulos de
poesía y unos pocos ensayos sobre asuntos cercanos a mi interés y títulos más
que sugerentes:
O Vício da África e
outros Vícios, A Enxada e a Lança: a
África antes dos portugueses o
A
Manilha e o Libambo: a África e a Escravidão. Inmediatamente sentí la
necesidad de hacerme con alguna de esas obras, y a ello me puse con afán, solo
para darme de bruces una vez más con la sólida certeza de que los libros brasileños
simplemente no llegan a Portugal, por motivos diversos y que aquí no vienen al
caso —el que quiera comprobarlo, pregunte en las librerías de Lisboa por obra
tan central en la literatura en lengua portuguesa del siglo pasado como el
Grande Sertão de Guimarães Rosa; yo, en
cuatro años, solo he encontrado un ejemplar en lance: de la edición de Seix
Barral con magnífica traducción a nuestra lengua de Ángel Crespo. Espoleado por
el fracaso, indagué cerca de varios amigos informados en estos asuntos que suponía
debían conocerlo, de quienes tampoco conseguí rascar mucho más: aunque alguno
de ellos recordaba haber compartido mesa y mantel con el brasileiro en su
última estancia lisboeta, siendo este embajador de su país, y aun es posible
que tuvieran en su biblioteca alguno de sus libros, tuve la sensación de que el
recuerdo que Costa e Silva había dejado en ellos era lejano, leve, como una
huella no demasiado profunda, que probablemente es lo máximo que los pasos
de un diplomático aspiran a dejar en los lugares que lo acogen —aun un
diplomático como Costa e Silva en un país como Portugal, unidos ambos por una
tupida red de hilos biográficos e intelectuales.
Pero ayer, inopinadamente,
en una de esas librerías de centro comercial, tan improbables como lisboetas,
encontré por fin dos libros del más reciente Premio Camões: uno de memorias
ficcionadas, Espelho do Príncipe
(1994), y otro de poemas, Ao lado de Vera
(1997). Sin tiempo aún para dar cuenta del primero, sí he leído, de un
tirón y con notable gusto, el segundo. Obra de madurez, Ao lado de Vera es un conjunto de poemas teñidos con un tono
elegíaco, pero que nunca caen en esa querencia natural del alma lusíada que es
el saudosismo, porque por detrás de la lente melancólica se adivina siempre una
sensibilidad inquieta y comprometida con lo real, con la trascendencia de lo en
apariencia insignificante. ¿Y cuáles son las coordenadas de la navegación de
esa sensibilidad en el mundo? Las que representan los pequeños universos que
todos nos formamos y que a todos nos amparan de la malaise que tarde o temprano acaba por alcanzarnos. Y de cuya
calidez estamos si cabe más necesitados quienes hacemos nuestra vida en esta
errancia por los caminos de Dios: no es por ello extraño que las galaxias más
trasegadas por Costa e Silva en este poemario sean las la familia y las de
la memoria, que son por fuerza las de la infancia. Si a lo anterior se añade
una notable contención de los medios expresivos, que aleja esta poesía de los concretismos
y otros "ismos" tan caros a la lírica brasileña (y que, como afirma Nilo Scalzo
en la cuarta de forros, “recuerda a los grandes momentos de la poesía
inglesa”), los poemas de Costa e Silva acaban por confluir con ciertos
veneros de la poesía en portugués del siglo pasado que corren por encima de las
fronteras nacionales, abriendo sugerentes caminos: los desbrozados antes por
Pessoa, por Drummond de Andrade, por Rui Knopfli. Como muestra, aquí quedan dos
de los poemas más emocionantes de Ao lado
de Vera.
p.s.: En la esclarecedora
bibliografía del autor que ocupa las páginas finales de Ao lado de Vera se puede leer que varios de sus libros de poemas fueron
lo que entre nosotros se suele llamar con cierta displicencia “autoeditados”. El
poeta prefiere indicar que son “ediciones para los amigos, fuera del comercio”;
y en esa pequeña indicación leo yo un manifiesto: en tiempos como los que
corren, en que los atrios de todas las iglesias han sido tomados por los
mercaderes, Da Costa e Silva entiende el oficio poético como la sola tarea
intelectual que aún puede salvarse de resultar contaminada por ciertas
compañías indeseables; y concibe el poema como la única ofrenda posible a los
amigos verdaderos, donde caben todos los lectores que sepan apreciarla —yo,
lector suyo, ya me considero su amigo. Desafortunadamente, reflexión tan placentera fue interrumpida por cierto escritorzuelo de cuarta, cuyo nombre me ahorro para no contaminar los poemas
que siguen, quien escribió recientemene en su cuenta de facebook que se proponía limpiarla de “poetas
autoeditados”. También me ahorro la lista de los “poetas autoeditados” cuya
lectura redundaría en beneficio de su cultura literaria (es un decir). Pero la
culpa no es suya. Bien empleado me está por “aceptar amistades” fuera de
aquellas que se forjan en las páginas de los libros ofrecidos y recibidos,
compartidos y admirados. Ahora sí, a lo que de verdad importa: los poemas.
A UN HIJO QUE CUMPLIÓ DIECIOCHO AÑOS
*
António,
los dioses pintan mariposas,
pero nosotros sabemos que
los hombres sueñan
y sangran.
Existe el río.
Existe el campo. Existen
amapolas y un cielo temprano.
Existen el no, y la pascua, y la noche obesa,
y el ocio furioso. El iluminado
sabor a fiebre y a herida existe.
Existen lo eterno y la sombra
de un cielo hosco y desierto
sobre cuanto olvidamos.
Existen
veleros y sonámbulos, el día,
las escamas del pez, la alegría.
Existen la soledad —zambullida y asombro—
y soñar contigo.
El dolor existe.
**
António,
enséñame a no tener miedo
a caminar despierto,
y a recibir el azote del éxtasis.
Devuélveme el asombro
frente a la iniquidad
y el rugir de la fiera.
Repón en mí la fuerza
para resistir al cansancio
de tanto cielo y abismo.
Perdóname la tristeza,
como si fueses mi padre,
y no mi hijo.
Usciamo a riveder le stelle.
***
Como un compañero, António, en secreto,
así el cuerpo se va vistiendo de amor.
Así el cuerpo se reclina en la tristeza.
Así el tiempo recoge las flores, en brazados.
Todo es silencio, vuelto del revés. La vida
es una vieja cansada. La vida cubre
el sol.
Siempre
ha sido pobre
la mano que traza esta raya en el día,
esta raya en lo oscuro,
incomprensible e inútil
como llevar a un buey a pastar en la playa.
(Pero los dedos de la vieja mueven los
bolillos
y la luz vuela)
ELEGÍA DE LAGOS
Aquí
los viejos navíos
venían a limpiar sus cascos,
no de las olas, ni de los vientos, ni de lo
que sueña en la distancia,
sino de lo que tiende a tierra y a piedra, al caracol, al sapo y al lagarto,
a lo que es feo y se aferra
a la superficie del mundo
y es inercia y espera.
Bajo
la calle de mi infancia, de camino a la playa,
y acabo en este puerto de esclavos.
Aquí,
en los charcos,
los niños
venden mangos y gallinas,
varias gallinas atadas por las piernas,
como un ramo de flores, las cabezas desesperadas
huyendo del agua,
los pescuezos en u,
las líneas puntiagudas
surgiendo, pistilos, de los picos
semiabiertos.
Pasa un muchacho
con una penca de plátanos
en equilibrio sobre la cabeza,
con la misma displicencia con que Dios
traza en sí mismo la curva del universo.
Y otro
canta,
y tamborilea
en la madera podrida
por la lluvia, esta tristeza
de las lanchas de pesca con las redes lanzadas
sobre las aguas del canal y todas las
ausencias.
Hace mucho tiempo, mi cuerpo sobre la playa
podía ser un barco puesto a secar.
Aún quedaba
el envite salino del futuro. La vida
no nos negó las mareas, los tifones, y las
fiebres,
el abismo y las plagas.
La vida no acostó
al niño,
con el libro iluminado,
en la silla de lona, descansando de haber sido
un sueño y algunos versos
en que el amor está en todas las vocales,
envejecido
de jardín y de sol.
Crece la papaya en el huerto de mi casa.
Pero ya no sé sacar de su rama la simple
flauta
y el débil silbido.
Desaprendí
a lanzar la peonza
y a correr sobre los muros,
aunque viva
en la abundancia de flores amarillas,
del calor y de las garzas.
Este jumento manso,
perseguido por las moscas,
cierta mañana, después de la lluvia, entre los
cestos
de palomos.
Camina lento,
tal la luz húmeda,
por un huerto ya acabado.
Allí,
sentí que la muerte de alguien en mí sucedía,
cuando el cestero, con el mango
del cuchillo apretado contra el vientre,
iba trenzando el mimbre, y el cuchillo
abría apenas el espacio para enlazar
las fibras; no hería, solo cortaba
el remate de las varas —como la noche
solo cierra los ojos
del exacto fin
de la tarde.
Llega el borrico junto al muro en que me
siento,
desvistiéndome de la vida.
La muerte
se descasca
como una haba: caen
de su interior los días,
aun el más antiguo,
en que oímos su nombre por primera vez.
Ella nos pone su hocico, es un perro, en las
rodillas
y está llena de sarna, de infancia y de miedo.
Me abandona lo que veo
y queda en mí preso.
Fui
lo que nunca imaginé haber sido. Sé que los
días
me abrazan.
Por eso,
ahora,
paso la mano humildemente por el pelo del
cachorro,
casi pidiendo
al maldito,
al olvidado,
que se acomode en mis pies
y aquí
se quede.