Compré Pablo Guerrero en el Olympia ahorrando en pagas de fin de semana. No sé si fue (debió ser) en Harpo. El CD aún era el hermano joven (más bien modernillo) del vinilo. Cuando lo compré, habían pasado veinte años desde el concierto en el Olympia. Prácticamente los mismos que han pasado desde que yo lo compré. Aunque me gustaba "A Cántaros", casi nunca llegaba a escucharla (era el último track del cd, el once si no me equivoco). Casi siempre me perdía antes. Un día buscando la gente de mañana, esa gente que era (debía ser) yo, dueña de las olas del futuro. Otro en el futuro imperfecto de "Planeó", un futuro que ya era presente en forma de corbatas ahorcadas; probablemente una de las canciones que más veces he escuchado en mi vida. Pocas veces llegaba a "Extremadura", que siempre me dolió como himno verdadero de una tierra amarga (y no aquel otro más bien patético y lleno de conquistas, glorias y banderas que nos enseñaban en la escuela). Pasaba por "Para huir de la muerte" intuyendo ya que habría de perderme en ese laberinto único del amor y la muerte, la muerte y el amor. Y casi siempre me rendía, con una lágrima en la garganta, en "Emigrante", espléndida versión del único pasodoble que, por alguna razón, siempre consigue emocionarme, "En tierra extraña", en la que un lejano Nueva York es reemplazado por los más creíbles extrarradios de Madrid. Luego Pablo Guerrero firmó sus dos mejores álbumes, llenos de poesía -"Porque amamos el fuego" y "A tapar la calle"- y cuya influencia sobre la mejor música que se ha hecho en España desde entonces a mí me parece innegable, aunque haya sido escasamente reconocida. Quizás es mejor que sea así.
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