26 diciembre 2012

Curiosidades literarias, de Isaac Disraeli (II): Bibliomanía

Retomo las Curiosities of Literature, de Disraeli, con un sugerente ensayo -de extensión montaigniana, nadie se asuste- acerca de la bibliomanía compulsiva, que el propio Disraeli define como la "tendencia a la acumulación de ingentes cantidades de libros sin criterio alguno". La bibliomanía, acompañada o no de criterio, me temo que es hoy enfermedad en vías de extinción. Nadie es bibliómano de epubs y pdfs. Asumamos, pues, nuestra condición de rareza ajena a los tiempos modernos y disfrutemos, con media sonrisa dibujada en la boca, de la sátira contra los falsos bibliómanos.
Bibliomanía

La pasión por coleccionar libros no siempre es sinónima de pasión por la literatura.

Desde la aparición de las primeras bibliotecas, la bibliomanía, o tendencia a la acumulación de ingentes cantidades de libros sin criterio alguno, ha infectado sin cesar a  las mentes más débiles, que imaginan apropiarse automáticamente del conocimiento que acumulan en sus estantes. Estas bibliotecas abigarradas han sido llamadas manicomios de la mente humana, o incluso tumbas de libros, cuando el propietario no los expone, sino que los encierra en las cajas de su biblioteca –y, como ha sido observado no sin gracia, no falta a estas colecciones algo de jaula del entendimiento humano.

Nunca la bibliomanía ha causado tanto furor como hoy . Es una suerte que la literatura no haya resultado en absoluto dañada por la locura de los coleccionistas que, al preservar lo irrelevante, de paso también han conservado lo valioso.

Algunos coleccionistas cifran toda su reputación en la contemplación de una biblioteca espléndida, con los tomos pomposamente dispuestos con sus inscripciones, forrados de seda, triples bandas de oro y piel teñida, encerrados en sus vitrinas, y alejados de la mano vulgar del simple lector, deslumbrando nuestros ojos como bellezas orientales que se asomaran a través de  sus celosías. La Bruyère se ha referido con humor a esta manía: “tan pronto como entro en casa de uno de estos coleccionistas”, dice, “estoy a punto de desmayarme a causa del fuerte olor a cuero marroquí: en vano me muestra bellas ediciones, hojas doradas, encuadernaciones etruscas, nombrando un tomo tras de otro, ¡como si estuviera mostrando una galería de pinturas! Una galería por la que apenas cruza cuando está solo, ya que en raras ocasiones lee, pero que a mí, sin embargo, me ofrece recorrer por entero. Le agradezco su cortesía, y le doy tan poca importancia como él a visitar el asoleadero al que llama su biblioteca”.

Luciano ha escrito una mordaz invectiva contra el ignorante dueño de una vasta biblioteca. Luciano lo compara a un piloto que nunca hubiera aprendido la ciencia de la navegación; a un jinete que no fuera capaz de montar un caballo fogoso; a un hombre que, habiendo perdido sus pies, pretendiera ocultar el defecto calzándose zapatos bordados, sobre los que, por supuesto, no puede mantenerse de pie. Burlonamente, lo iguala a Tersites cargando la armadura de Aquiles, desfalleciendo a cada paso, mirando lascivamente con sus pequeños ojos bajo el enorme casco, su joroba alzando su coraza por encima de sus hombros. ¿Por qué compras tantos libros? –dice; siendo calvo, compras un peine; siendo ciego, un espejo enorme; siendo sordo, refinados instrumentos. Tus costosas encuadernaciones son únicamente una fuente de irritación, y lo único que consigues es descargar a los vendedores de libros de la tarea de preservar los libros de la invasión silenciosa de los gusanos y del roer triunfante de las ratas.

Los coleccionistas de este tipo sonreirían desdeñosamente ante la colección del afable Melanchton, cuya biblioteca estaba formada por sólo cuatro autores: Platón, Plinio, Plutarco y Ptolomeo el geógrafo.

Ancillon fue un reputado coleccionista de libros curiosos, pero se defendía con argumentos al ser acusado de bibliómano. Tenía una sólida razón para hacerse con las mejores ediciones, que no consideraba sólo un lujo literario. Decía que cuanto menos se fatigan los ojos en la lectura de una obra, mayor es la libertad de la mente para juzgarla: y, dado que en un libro impreso percibimos más claramente las virtudes y defectos que en un manuscrito, por idéntica razón los vemos mejor cuando el papel es de buena calidad y la impresión clara que cuando ambos son deficientes. Siempre adquiría primeras ediciones y nunca esperaba a las segundas; aunque algunos opinan que una primera edición es la menos valiosa, y debe ser considerada apenas un ensayo imperfecto que el autor se propone finalizar sólo después de haber visto la reacción del mundo literario. Bayle suscribe la opinión de Ancillon. Aquellos que esperan pacientemente hasta la reimpresión de un libro, afirma, demuestran a las claras haberse resignado a su ignorancia, prefiriendo el chocolate del loro a la adquisición de un conocimiento útil.  Con uno que esperó hasta una segunda edición que nunca llegó a aparecer discutió un hombre de letras argumentando que era mucho mejor tener dos ediciones de un libro que privarse del provecho que la lectura de la primera edición podría procurarle; y que era una mala inversión preferir una cuantas coronas a ese provecho. Por otro lado, sucede habitualmente que en las segundas ediciones el autor omite, añade o introduce alteraciones por razones de prudencia; al corregir lo que el autor considera verdades incómodas, se pierden cosas de provecho en nombre de la propia Verdad. Aun, al comparar la primera con las ediciones siguientes, podemos, entre otras cosas, seguir la pista de las variaciones de una obra sometida a la revisión de una mente genial. Los versados en asuntos que tienen que ver con los libros conocen también otros secretos. Muchas primeras ediciones no se pueden comprar por el alto precio de las posteriores. No censuremos apresuradamente a los amantes de los libros por una pasión que, juzgada justamente, puede ser útil. Podría el coleccionista del que hablamos decir, como Virgilio, “recojo oro del estercolero de Ennio”. O podría afirmar que encuentra en los autores desconocidos determinadas cosas que no se pueden encontrar en otro sitio. O que leyó a muchos de éstos, aunque con desigual atención, “Sicut canis ad Nilum bibens et fugiens”,  como un perro en el Nilo, bebiendo y huyendo al mismo tiempo. 

Bienaventurados aquellos que únicamente ven un libro por la utilidad y el placer que pueden obtener de su mera posesión. Aquellos estudiosos que, aun sabiendo mucho, continúan sedientos de sabiduría, necesitarán de este vasto océano de libros; aunque en él puedan sufrir algunos naufragios. Las grandes colecciones de libros están sujetas a ciertos accidentes: las inundaciones, gusanos y ratas; una de las más comunes es la de los que los toman prestados, ¡por no hablar de los ladrones!

Traducción: Luis María Marina

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