Manuel de Castro es otro poeta portugués olvidado por esos "hombres del saco" que se esconden detrás del llamado canon. Así se autorretrata el poeta en la encuesta con que E.M. de Melo e Castro y M. Alberta Menéres acompañan los poemas de cada uno de los incluidos en su Antologia da novíssima poesia portuguesa (Moraes Editora, 1971).
Nombre: Manuel de Amorim e Castro Cabrita
Nacimiento: Nació en 1934 en Lisboa. (Murió en la misma ciudad el 12 de septiembre de 1971)
Formación cultural, profesión, estado civil: Frecuentó el bachillerato. Casado.
Libros de creación poética: Paralelo W (1958), A estrela rutilante (1960)
Principales colaboraciones poéticas en periódicos y revistas: Piramide, KWY, Cadernos do Meio-Dia, Bandarra, &etc, Grijo, Diário de Lisboa.
Otras indicaciones que el autor considera útiles: El autor declaró no considerarse incluido en ningún Grupo Literario.
Poeta libre -como sus compadres, António Barahona (da Fonseca) y Luiz Pacheco, dos heterodoxos de quienes aquí ya hemos traducido alguna cosa-, refractario a las escuelas y los grupos, y que circuló por varias tertulias y publicaciones de la órbita surrealista en la Lisboa de los cuarenta y cincuenta, con la suficiente inteligencia para no quedarse nunca a vivir en ninguna. Su poesía, que pronto -parece- será reeditada, entronca con la de otro de los que, de aquellas tertulias delirantes robó el secreto en ascuas de la palabra: Helberto Helder.
Aquí queda mi versión de uno de sus poemas, tomado de la citada antología de Melo e Castro y Menéres.
ICH BIN EIN KROKODIL
Como si la fiebre me hubiese cegado, aquí permanezco, despierto y sin embargo quieto, hasta el momento en que algo vivo se agita (esto sucede diaria y regularmente), se agita sobre el pequeño lago artificial cercado por una alta valla metálica, donde desde hace algún tiempo (¿cuánto?) vivo encerrado.
Soy todavía bastante rápido; al caer en el agua, el alimento –carne putrefacta, sin el atrayente color de la sangre- produce un sordo “plof” y en un momento fulgurante me encuentro sobre la superficie del agua con mi boca muy abierta en el lugar donde se sumerge la dosis cotidiana de vida; al cerrarla, los dientes se encajan ruidosamente unos en los otros y el sonido se propaga por el minúsculo océano circundante. Regreso lentamente a la arena.
La carne. Es una materia que se instala en mí, provisoriamente, bien es cierto, pero que no obstante se incorpora al volumen que soy, perturbándolo, alterándolo. Hasta la defecación, hasta el uso total de aquel alimento, resulto aumentado, por así decir, otro.
Privado de luchas y largos movimientos, la situación es, pese a todo, confortable; y esta cantidad de calor, de alimento, aun corrupto e insípido, a ningún esfuerzo me obligan, excepto la breve zambullida, la velocísima deglutición.
Suenan ruidos, voces.
Inicialmente dejaba que mis ojos siguiesen una cierta curiosidad que los movía, lentamente, somnolientos, morosos, por sobre las cosas y la fútil agitación de los otros animales, principalmente aquellos, extremadamente vivaces e inquietos, que rodean, de vez en cuando, la alta valla metálica que da una dimensión a mi universo y una medida (relativa, relativa…) a mi cuerpo. Con todo, he acabado por acostumbrarme. Ahora las voces se han transformado apenas en un murmullo al fondo sonoro de mi continua somnolencia. Tibio, dormito.
El horizonte de que dispongo sufre únicamente modificaciones sutiles, casi imponderables, que se adhieren a esa peculiar posición en que me observo, intransmisible e integrada en los límites de mi existencia total y absoluta. Los objetos, esclavizados por la rutina de las gradaciones sucesivas de la claridad, viven con una paciencia que es también en cierto sentido mía, sometidos a mi atención letárgica y no obstante presente, presente, incapaz de moverlos y sin embargo receptiva y peligrosamente sensible. Envuelto en un aura de líquen y alta temperatura, una tibieza húmeda, salobre, espesa se va acumulando sobre mi piel, como si el tiempo esperase construir un barniz oscuro que me defienda de las mutaciones bruscas. Esta capa protectora es una señal de la mansa reconciliación que se desarrolla entre mí y el moroso universo silente del que participo. Arena, agua, el metal de los barrotes, las plantas acuáticas, los residuos de un exterior desconocido son hasta aquí arrastrados, los movimientos aparentemente absurdos de los animales excitados que me miran con una repugnacia oculta, todos esos elementos se disuelven en los pequeños matices bochornosos que dan tono a esta infinita vida de cocodrilo, de este reducido infinito de mi existencia de saurio, cuyos comportamiento, cualidad y alcance, absorben, respiran la envolvente luminosidad tibia y otorgan permanencia al perpetuo movimiento circular de todas las cosas.
(Traducción: LMM)
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