El 20 de enero pasado presentamos en el Centro Cultural de España en México mi primer poemario, Lo que los dioses aman. Para aquellos que, por distintas razones, no pudisteis acompañarme, os dejo las palabras que aquella noche, a espaldas de la Catedral, dije.
uno
¿Por qué Lo que los dioses aman? Hallé por primera vez estas palabras leyendo a Pessoa, ya de entrada les aviso, mi poeta predilecto. Con ellas se refirió en alguna ocasión a Mario de Sá-Carneiro, poeta cuyo nombre, cuya leyenda, habían ejercido desde la adolescencia una extraña fascinación sobre mí, pero al que sólo pude leer hace un par de años en un bello libro de la mítica editorial Assirio & Alvim que tuvo que cruzar todo el Atlántico, desde la oceánica Lisboa hasta el bifronte México, para llegar a mis manos. “O que os deuses aman morre jovem”, lo que los dioses aman muere joven, escribió el amigo Fernando sobre el amigo Mario, quien acababa de suicidarse en París (ciudad por otra parte propicia para una muerte en el altar de la literatura), en 1916, cuando apenas había cumplido los 26 años.
Poco después descubrí no sin cierta desazón que nada de original había en las palabras de Pessoa. Que lo que yo había creído genial invención era poco más que una versión literal de un parlamento que Plauto, nada más y nada menos que Plauto, había puesto en boca de uno de los esclavos protagonistas de las Bacchides: “Quem di diligunt adulescens moritur”. Si uno siguiera tirando del hilo quizás descubriría, con Quevedo, que Plauto debe una originalidad que ya comienza a ser sospechosa a Menandro, quien, a su vez, debió haber oído lo que ya nos parece poco más que cuento de vieja en no sabemos qué tugurio de la decadente Atenas del siglo III a.c.
Moraleja: no esperen de los versitos que tienen en sus manos mucha originalidad. La literatura es, en el mejor de los casos, una diosa despiadada. Al minuto siguiente de haber encontrado lo que creemos idea original, leemos que alguien la ha expresado ya con palabras más transparentes. Frente a esto, lo único que queda es rezar para que quien lo haya dicho antes que tú sea, al menos, un buen poeta. Como Víctor, como Marco Antonio, como Jorge: a quienes no sólo agradezco que me acompañen esta noche. Algún día aspiro, os advierto, a, inconscientemente, por supuesto, reproducir algún verso vuestro.
dos
¿Nos ofrecen la literatura, la vida algo que no sea belleza errada? Me temo que no. En realidad, espero que no. Desconfío por defecto, por intuición casi, de las bellezas perfectas, actuales, acabadas en su matemática finitud. Me atrae, por el contrario, lo bello que hay en la fealdad, la esperpéntica risa del bufón frente a la estupidez del rey que los cortesanos celebran con halagos vacíos. El bello discurso, muchas veces silencioso, de los bufones de nuestro tiempo. Mendigos,homeless, pordioseros, menesterosos: aquellos que nos recuerdan que la belleza no es condición, sino tiempo: que somos ahora el germen de la nada que seremos. Que la naranja de estirada piel que, majestuosa, ocupa ahora el frutero de nuestra cocina es la misma de corteza putrefacta que corona la Canasta de frutas con que Caravaggio nos recuerda nuestra condición mortal.
Encontrarán que la fauna que habita mis versos conforma una compañía extraña: regios bufones conversan amigablemente con héroes clásicos venidos a menos, mendigos posan para la foto junto a literatos tendidos en la mesa funeral, Moctezuma aconseja a Cortés que no espere demasiado de la vida, de los honores humanos, que los dioses, al final, en el último momento, siempre acaban abandonándonos. Incluso a aquellos que, en un momento, fueron ungidos con su estima.
tres
Pero entre toda esta confusa comunidad que puebla mis versos, confusa sobre todo la pareja que conforman la ciudad y el autor. Siempre amaron los dioses Ciudad del Valle. Y con ellos la ama el autor, que le debe más ya de lo que nunca podrá pagar a esta síntesis: la ciudad-galaxia, la ciudad-ciénaga, la ciudad-estación.
Alguien me dijo el otro día que había descubierto en Ciudad del Valle aspectos de su ciudad de los que no era consciente, que siempre le habían pasado desapercibidos. Por no desilusionarla, omití algo en nuestro diálogo: Ciudad del Valle es pura realidad, pero al mismo tiempo es pura ficción. Es Anáhuac, pero también la ciudad que cada uno de nosotros habita, inexplicable para los demás. Una ciudad en la que he ido injertando la memoria de algunas ciudades vividas, unas cuantas visitadas y muchas más sólo leídas.
Si alguien se siente reconocido en Ciudad del Valle es porque la literatura es, en esencia, magia, trampantojo, ilusión. No encuentro otro porqué.
cuatro
Una mínima poética. La de Lo que los dioses aman es una poética mínima, una poética que a ratos ni siquiera es poesía, sino palabra que aún no alcanza a ser palabra o que surge cuando la palabra ha dejado de existir y carece ya de sentido.
Poética que es, al mismo tiempo y sobre todo, admiración ante la palabra entendida como refugio último de la experiencia. Como memoria de la memoria.
cinco
Siempre a lomos de su proverbial caballo, inspeccionándonos con penetrante mirada, Montaigne: “¿Quién no ve que he tomado un camino por el cual seguiré, sin esfuerzo y sin pausa, mientras haya en el mundo papel y tinta?”, escribe en su ensayo sobre la vanidad.
El sendero de la literatura, del conocimiento, transcurre por un bosque cada vez más espeso y desaparece a nuestras espaldas a medida que uno avanza. Aunque los años amarilleen el papel, la tinta permanece, indiferente, gritando a los oídos que quieran escucharlo el fugaz reflejo que una tarde cruzó nuestra mente y que, sin demasiada reflexión, esculpimos el blanco papel, alegres, sin consciencia de que ese blanco papel, tras pasar por la imprenta, se convierte en dura roca.
La vanidad del escritor es la vanidad de Bartleby, el escribiente del relato de Herman Melville que un día decide dejar la pluma y ser un escribiente que no escribe, personaje genial en el que muchos antes que nosotros vieron un trasunto de la condición del escritor.
La nuestra es, pues, una vanidad obstinada y tozuda. Una vanidad que nos expone al tiempo que nos refleja. Que nos lleva a creer que experiencias banales como reconocerse en la fotografía del rostro de un hermano, despertarse un día y pensar que fuera de la cama todo es hostil o recordar con nostalgia el niño que un día nos habitó pueden tener algún valor poético. Más aún, que alguien ajeno a nosotros, extraño en la más amplia extensión de la palabra, pueda incluso sentirse reconocido al leer esos versos. Perdónenme por el atrevimiento. Avísenme, por favor, al terminar este acto si alguno de ustedes pudo entreverse, siquiera difuso, en mis versos. Siempre queda, de lo contrario, el digno camino del silencio.
seis
En el capítulo de agradecimientos, algunos de los aquí presentes tienen mucho que ver con que este librito sea una realidad. También algunos de los que no están, pero que de alguna forma me acompañan.
Por encima de todos los agradecimientos, uno: al lector que cada uno de nosotros lleva dentro. Más que escritor o poeta, me reconozco lector. Mi mayor satisfacción es que mi librito acabe en la biblioteca de algunos de ustedes. Que, silencioso, les mire un día desde un estante y les invite a tomarlo en sus manos, arrastrar con los dedos el polvo acumulado sobre su lomo, abrir cuidadosamente cada una de sus páginas y leer algún verso. O que, sin buscarlo, tropiecen un día con él en una pequeña librería o un improvisado puesto de libros de segunda mano y recuerden entonces uno de los aforismos de Lichtenberg: “Os entrego este librito, no como un lente para ver a los demás, sino como un espejo”. Gracias de antemano por tratarlo con cariño.
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