De pequeño, siempre quise ser farero. Cuántas noches me quedé dormido al calor de la luz circular, vencido por la morosidad del que se sabe dueño de la vida y señor de la muerte de inexpertos marinos que se acercan a una costa traicionera, siempre mortal. Dominar con maestría el arte de navegar por las interminables escaleras circulares e incontables estancias, arte que, ocasionalmente, revelaría a quien, encantado por la grandiosidad del coloso, decidiera enfrentar la intrincada carretera y acercarse, por primavera, a los pies de mi faro. Sentir el calor, nunca más recobrado, de aquel que contempla la tormenta a través de la placenta protectora, inmerso en el translúcido líquido maternal de esa majestuosa ballena varada en la playa.
No sería justo, no obstante, si me quejara sin más de los hados, si culpara a la fortuna de la oportunidad que nunca me dio. A mis diez años, tuve que representar al far(ol)ero al que visita el Principito en su viaje cósmico. Agobiado por la prometeica tarea de encender y apagar continuamente la luz de la única farola de un meteorito-Estado, decidí que las fantasías de niñez nunca pasarían de ser eso: fantasías. No he vuelto a soñar desde entonces.
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