Ayer le escribía a un amigo, hermano de letras, que mis dos libros son una sucesión tan alambicada de azares que realmente no podría decir que al tenerlos por primera vez entre mis manos haya sentido alegría. He sentido un enorme alivio (un libro guardado en un cajón, como un cura en un confesionario, no cesa de juzgarnos) seguido, paradójicamente, de una pesada responsabilidad. La liberación de algo que nos hiere en lo más profundo y la condena a cadena perpetua propia de la letra escrita (negro sobre blanco). Y esto nada tiene que ver con el agradecimiento a todos aquellos que propiciaron esos azares. Agradecimiento, todo; alegría, no. Sin embargo, nada de esto sucede cuando son de otros las palabras que damos a la prensa. Cuando nosotros somos los propiciadores, los intermediarios, los médiums. Cuando sabemos que las palabras originales son las de un poeta mayor. Otras palabras, escritas en otra lengua, y que has intentado verter a la tuya, consciente siempre de la imposibilidad de la perfección en tarea por naturaleza imperfecta. Por eso, al presentar a Alberto de Lacerda -tarea en la que me han protejo tras la sombra ni más ni menos que de Octavio Paz, Ángel Crespo y Jorgue Guillén-, puedo decir que siento verdadera alegría: espero que los lectores de Clarín la consideren justificada.
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