18 marzo 2012

Un poema de Rui Knopfli


II. Patria

Un camino de grava suelta que lleva a ninguna
parte. Árboles con nombres como casuarina,
eucalipto, chanfuta. Plácidos, los ríos también
tenían nombres con que solíamos designarlos.
Tal como las aves sobrevuelan bajo el chaparral

y el bosque rumbo al azul y al verde más denso
y misterioso, habitado por dioses y duendes
de una mitología que no aparece en los tomos y tratados
que a tales asuntos suelen consagrarse. Después,
con campos vallados, elevaciones y mesetas, y más ríos

entrecortando la sabana, y árboles y caminos,
aldeas, pueblos y ciudades con hombres dentro,
el paisaje se extendía hasta perderse de vista
en el capricho de una lengua imaginaria. A eso
llamábamos patria. A veces, de cierto rincón

oscuro, erguíase un canto bárbaro y doliente,
el cristal súbito de una carcajada, un sollozo
inefable, la lasciva sordina de los cuerpos enlazados.
O tambores de paz simulando una guerra  
que no habría de anunciarse de forma

tan remota y convencional. Pero la sangre irrigó
la tierra, estremeció el corazón de los árboles
y mis hermanos, mis enemigos murieron. Se hablaban
una sola y varias lenguas y a eso,
por extraño que parezca, también lo llamábamos patria.

De cuatro paredes quedaron las piedras. Con las chapas
de zinc y la madera herida de las vigas,
una casa. Partes de un cuerpo
desmembrado, dispersas al acaso; viento y silencio
las atraviesan y no dura en ellas la memoria

que en mí, residual, subsiste. Sobre escombros debería,
quizás, llorar la patria y la infancia, los muertos
que antecedieron a la muerte, el primer y postrero
amor. Cuatro paredes derruidas al acaso bastaron
para que, en lo que era solo mundo, entrase todo el mundo

y el polígono demarcado, conservando aún
su configuración original, fuese recorrido
por un escalofrío extranjero, una premonición de hielos
e invierno. Algo alteraba imperceptiblemente
su perfil, minado por secreta, obstinada enfermedad.

Semejante a cualquier otro, el lugar volvía, meta
y punto de partida, conceptos que, como la línea imaginaria,
circunscriben, y del todo eluden, lo esencial.
Rodeado por sombras y árboles, el camino de grava,
que supuestamente conducía a alguna parte, abríase

al mundo. La experiencia reduce, empero,
la segunda a la primera de las aserciones: por el mundo
no se llega a ninguna parte; se restringen ficción
y paisaje a lo exiguo, mas esencial: legado
de palabras, patria es solo la lengua en que me digo.



(De O escriba acocorado, 1978; Traducción: Luis María Marina)

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