Destrucción de libros
Los tesoros literarios de la antigüedad han sufrido la maldad de los hombres tanto como la del tiempo. Con frecuencia los conquistadores, en el momento de la victoria o en la imparable devastación desatada por su ira, no han quedado satisfechos con la destrucción de los hombres, extendiendo su venganza a los libros.
La historia antigua recoge cómo los persas, que odiaban la religión de los fenicios y los egipcios, destruyeron sus libros, que, según Eusebio, no eran pocos. Se cuenta sobre las bibliotecas griegas una anécdota valiosa: la biblioteca de Gnido fue quemada por los seguidores de Hipócrates, sólo porque los gnidios rechazaron seguir las enseñanzas de su maestro. Si los seguidores de Hipócrates eran mayoría, ¿no resulta poco ortodoxo por parte de los gnidios elegir por la fuerza su propio camino? La anécdota puede parecer sospechosa, pero lo cierto es que la división ha sido a menudo causa de la destrucción de libros.
Los romanos quemaron los libros de los judíos, de los cristianos y de los filósofos; los judíos quemaron los libros de los cristianos y los paganos; y los cristianos quemaron los libros de los paganos y los judíos. La mayor parte de los libros de Origen y otros herejes fueron continuamente echados al fuego por la facción ortodoxa. Gibbon describe con patetismo el vacío de la biblioteca de Alejandría tras haber sido destruida por los cristianos. “La valiosa biblioteca de Alejandría fue pillada y destruida y, casi veinte años después, la visión de los estantes desiertos seguía causando pesar e indignación a cualquier espectador que no estuviese totalmente enceguecido por el prejuicio religioso”. Las composiciones de los genios antiguos, muchas de las cuales han perecido irreversiblemente, fueron salvadas de la destrucción de la idolatría para diversión y ejemplo de las generaciones siguientes: y el celo o la avaricia del arzobispo se debe haber saciado con los más ricos despojos que eran la recompensa de su victoria.
La curiosa narración que Nicetas Choniates hace del saqueo de Constantinopla por los cristianos en el siglo XIII fue fraudulentamente suprimida en las ediciones impresas; se ha preservado gracias al Dr. Clarke. No podemos seguir cada paso de la dolorosa historia de Nicetas sin indignarnos. El Dr. Clarke observa que los turcos se ensañaron menos con las obras de arte que los bárbaros cristianos de aquella época.
Varios edictos del Emperador Justiniano, de muchos reyes franceses y españoles, y de varios papas han prohibido la lectura del Talmud judío. Se ordenó que todas las copias fuesen quemadas: la intrépida perseverancia de los propios judíos preservó esta obra de la aniquilación. En 1569 doce mil copias fueron lanzadas a las llamas en Cremona. John Reuchlin interfirió para detener esta destrucción universal del talmud, hecho que le atrajo el odio de los monjes y la condena del elector de Mentz, y sólo apelando a Roma pudo detenerse la persecución. Desde ese momento las tradiciones de los judíos ya no se consideraron merecedoras de ser destruidas.
Lo primero que, llevados del más feroz celo, destruyen los conquistadores son los registros nacionales de los pueblos conquistados; no otra es la razón de que los irlandeses lamenten las irreparables pérdidas sufridas por sus más antiguos memoriales nacionales, que sus invasores han aniquilado exitosamente. Lo mismo ocurrió en la conquista de México; y la interesante historia del Nuevo Mundo quedará por siempre incompleta como resultado del desafortunado éxito de los primeros misioneros, que sólo tardíamente tomaron conciencia de su error. Clavijero, el historiador más auténtico de México, lamenta continuamente esta terrible pérdida. Todo en aquel país había sido pintado, ya que los pintores abundaban allí en la misma medida que los escribanos en Europa. Los primeros misioneros, sospechando que la superstición latía en tales pinturas, atacaron la escuela principal de estos artistas y, reuniendo en la plaza del mercado una pequeña montaña de estos preciosos registros, les prendieron fuego y enterraron en cenizas la memoria de muchos hechos interesantes. Más tarde, conscientes de su error, intentaron rescatar la información de boca de los indios, pero los indios permanecieron en un silencio indignado: cuando los españoles intentaron recuperar los restos de estas historias pintadas, los patriotas mexicanos enterraron a menudo los registros que quedaban de su país.
No está demostrada la historia según la cual el califa Omar, al tomar Alejandría, proclamó por todos los rincones del reino que el Corán contenía cuanto era útil creer y saber, y mandó por consiguiente que todos los libros de la biblioteca de Alejandría, unos cuatro mil, fueran entregados al maestro de los baños para ser usados como combustible de las estufas durante un período de seis meses. Pero la historia no sería única aun cuando fuese cierta: es perfectamente consecuente con el carácter de un déspota, un bárbaro, un ignorante. Algo similar ocurrió en Persia. Cuando se presentó a Abdulá, gobernante de Khorassan en el siglo III de la era mahometana, un manuscrito con una curiosidad literaria, preguntó el título, a lo que le respondieron que era el cuento de Wamick y Oozra, compuesto por el gran poeta Noshirwan. Abdulá contestó que los de su país y fe no tenían nada que ver con otro libro aparte del Corán y que toda composición de un idólatra merece ser reprobada. No sólo lo rechazó, sino que ordenó que lo quemaran en su presencia y lanzó un edicto para que todos los manuscritos persas hallados en sus dominios fuesen echados a la hoguera. Buena parte de la poesía persa más antigua pereció a causa de este edicto fanático. El Cardenal Cisneros parece haberse tomado en parte la venganza sobre los sarracenos, ya que, tras la toma de Granada, dio cinco mil coranes a las llamas.
También es curiosa la siguiente anécdota relativa a un misal español, llamado de San Isidoro: una dura lucha lo salvó de la aniquilación. En las guerras contra los moros, todos estos misales habían sido destruidos, salvo los de la ciudad de Toledo. En seis iglesias de esa ciudad los cristianos continuaban ejerciendo libremente su religión. Cuando, varios siglos más tarde, los moros fueron expulsados de Toledo, Alfonso VI ordenó que el misal romano fuese usado en esas iglesias, pero la gente de Toledo insistió en mantener el suyo propio, tal y como había sido redactado por los obispos más antiguos, y revisado por San Isidoro. Se trataba de un misal que había sido usado por un gran número de santos y que se había conservado puro durante el dominio de los moros, de modo que llegó a parecer que el gobierno de Alfonso era más tiránico que el de los turcos. El enfrentamiento entre los misales romano y toledano llegó a tal punto que, finalmente, se acordó que su destino sería decidido por un combate singular: el campeón del misal toledano derribó de un golpe al caballero del misal romano. Alfonso no consideró que el fuerte brazo del intrépido toledano hubiese zanjado esta batalla y ordenó proclamar unos fastos y preparar un gran fuego en el cual, después de que Su Majestad y su pueblo hubieron rogado por asistencia divina en esta ordalía, los dos rivales (no los hombres, sino los misales) fueron arrojados a las llamas – de nuevo, el misal de San Isidoro triunfó, y entonces Alfonso reconoció la ortodoxia de este libro de hierro, y la buena gente de Toledo pudo decir sus oraciones como lo habían venido haciendo desde siempre. No obstante, las copias de este misal llegaron a ser muy escasas, ya que, ahora que nadie prohibía su lectura, pocos se preocupaban de usarlo. El Cardenal Cisneros tuvo tantas dificultades para hallar una copia que hizo imprimirlo en gran número y erigió una capilla a San Isidoro en la que el servicio sería cantando diariamente siguiendo la manera de hacerlo de los cristianos primitivos.
Los monjes instigaron con frecuencia la destrucción de las obras de los antiguos. Se piensa que algunas veces los mutilaron, pues pasajes que ciertamente existieron no han llegado hasta nosotros; e incluso, en ocasiones, sus interpolaciones y falsificaciones causaron una destrucción de un tipo distinto, por medio de adiciones a los originales. Eran infatigables borrando las mejores obras de los autores griegos y latinos más eminentes para transcribir las ridículas vidas de los santos en los pergaminos borrados. Uno de los libros de Livio que se encuentra en el Vaticano fue penosamente devastado por algún devoto padre para escribir en él un misal o salterio, y recientemente se han descubierto otros en el mismo estado. Inflamado por el más ciego celo contra todo lo pagano, el Papa Gregorio VII ordenó quemar la biblioteca del Palatino Apolo, un tesoro de la literatura formado por varios emperadores. ¡Publicó esta orden con la excusa de evitar que la atención del clero se desviara de las Sagradas Escrituras! Desde aquella época, todo el conocimiento de los antiguos no sancionado por la autoridad de la Iglesia ha sido enfáticamente tachado de profano, en oposición a lo sagrado. Se dice que este Papa quemó las obras de Varrón, el sabio romano, para que San Agustín pudiese evitar la acusación de plagiario, ya que su “Ciudad de Dios” debe mucho a la obra de Varrón.
Los jesuitas, enviados por el Emperador Fernando a erradicar el luteranismo de Bohemia, convirtieron aquel reino comparativamente próspero en un desierto, sin que aún se haya recuperado de ello. Convencidos de que un pueblo ilustrado no podía ser durante largo tiempo súbdito de un tirano, propinaron un golpe fatal a la literatura nacional: cada libro condenado fue destruido, incluso aquellos de la antigüedad. Se prohibió la lectura de los anales de la nación, e incluso se impidió a los escritores componer obras sobre asuntos propios de la literatura bohemia. La lengua nacional fue considerada señal de oscura vulgaridad, y se realizaban visitas a los domicilios para inspeccionar los libros y las bibliotecas de los bohemios. Con sus libros y su lengua éstos perdieron su carácter nacional y su independencia.
John Bale lamenta la destrucción de bibliotecas por la disolución de los monasterios en el reinado de Enrique VIII. Quienes compraron los monasterios tomaron sus bibliotecas como parte del botín, utilizando los libros para sacar brillo a sus muebles, o bien vendiéndolos como papel utilizado, o enviándolos en cargamentos enteros a tratantes de libros extranjeros.
El temor de la destrucción indujo a muchos a ocultar los manuscritos bajo tierra o en muros antiguos. Durante la Reforma, la rabia popular se cebó en los libros iluminados y en los manuscritos que tenían letras rojas en la página inicial: toda obra ilustrada era condenada a las llamas bajo acusación de supersticiosa. Las letras rojas y las láminas eran signos seguros de obras papistas o diabólicas. Aún pueden hallarse algunos de tales volúmenes mutilados de las letras capitulares y de las bellas miniaturas, pero la mayoría fueron aniquilados. Muchos, olvidados, han sido hallados bajo tierra. Los que escaparon de las llamas fueron destruidos por la humedad. ¡Tal es el desdichado destino de los libros durante una persecución!
Los puritanos quemaban todo aquello en lo que hallaban el más mínimo vestigio de origen papista. He hallado muchos recuentos de los expolios cometidos en nombre de la fe, de imágenes amputadas, de pinturas borradas. Las expediciones heroicas de un tal Dowsing son relatadas por él mismo en su diario: un Quijote fanático, a cuyo brazo intrépido deben sus desgracias muchos de los santos sin nariz que pueblan nuestras catedrales.
Seguidamente reproduciré algunos detalles del diario de este infatigable godo en sus andanzas reformistas. Las entradas están redactadas con lacónica concisión e incluso, parecería, con algo de humor negro. “En Sunbury, echamos el lazo a diez poderosos ángeles de vidrio. En Barham, encerramos a los doce apóstoles en el presbiterio, y a seis pinturas supersticiosas más; y ocho en la iglesia, una de ellas un cordero con una cruz en el lomo; y de los escalones arrancamos cuatro inscripciones supersticiosas en cobre, etc.”. “En casa de Lady Bruce, la capilla, un cuadro de Dios Padre, de la Trinidad, de Cristo, del Espíritu Santo, y las lenguas hendidas, que dimos orden de retirar, y la señora prometió hacerlo”. En otro lugar prenden “seiscientos cuadros supersticiosos, ocho Espirítus Santos, y tres del Hijo”. ¡Y de este modo él y sus secuaces registraron ciento cincuenta parroquias! Algunos apuntan con gracia que la frase “to give a Donwsing” rinde honor a este desalmado destructor. El Obispo Hall salvó las vidrieras de su capilla en Norwich de la destrucción quitando las cabezas de las figuras, lo que explica que en muchas iglesias veamos las caras reemplazadas por vidrios blancos.
Durante las guerras civiles vividas por nuestro país numerosas bibliotecas han sufrido pérdidas de libros impresos y manuscritos. “Me atrevo a sostener” dice Fuller “que las guerras entre las casas de York y Lancaster, que duraron sesenta años, no causaron tanta destrucción como nuestras guerras modernas en seis años”. Alude de esta manera a los conflictos parlamentarios durante el reinado de Carlos I. “Pues, durante las pasadas, las diferencias se producían dentro de una misma religión, lo que causaba un gran respeto hacia todos los archivos; mientras que nuestras guerras civiles, fundadas en la facción y la variedad de sectas, expusieron los indefensos registros parroquiales a ser presa de la violencia armada; un triste vacío, que será evidente al hacer la historia de Inglaterra”.
La escasez de libros relativos a los católicos en este país se debe a dos circunstancias: la destrucción de los libros católicos y sus documentos por los perseguidores en el reinado de Carlos I, y la destrucción a manos de los propios católicos, por miedo de las duras penas que para sus dueños podía suponer la mera posesión de los mismos.
Cuando se propuso al gran Gustavo de Suecia destruir el palacio de los Duques de Bavaria, aquel héroe lo rechazó noblemente, observando: “No copiemos el ejemplo de nuestros incultos antepasados, quienes, al declarar la guerra a toda producción del genio, han hecho del nombre de los godos paradigma del más rudo estado de barbarie”.
Incluso la civilización del XVIII fue incapaz de preservar de la furia salvaje y destructora de una masa turbulenta, en la ciudad más culta de Europa, los valiosos manuscritos del gran Duque de Mansfield, que fueron tristemente entregados a las llamas durante los disturbios de 1780.
En 1599, la trastienda de los libreros sufrió un escrutinio tal como el que se llevó a cabo en la biblioteca de Don Quijote. Warton enumera los nombres de los mejores autores que fueron inmediatamente sentenciados a las llamas por Whitgift y Bancroft, alentados por las facciones puritana y calvinista. Como si fueran ladrones y malhechores, se ordenó que fueran aprehendidos allá donde se encontrasen. “Asimismo, se decretó que en lo sucesivo no podrían imprimirse sátiras ni epigramas. No se podía imprimir obras de teatro sin la autorización del arzobispo de Canterbury y el obispo de Londres; tampoco English Historyes, novelas y relatos supongo, sin la sanción del privy council. Cualquier obra de esta naturaleza, sin licencia, o ya impresa y circulando por el extranjero debía ser diligentemente perseguida, encontrada, y puesta a disposición del brazo secular en Londres”.
Más tarde, una facción opuesta presentó al parlamento, junto con otras extravagantes mociones, una para destruir todos los registros de la Torre, y así fundar la nación sobre nuevos cimientos. Exactamente ése fue el principio que guió la actuación de los verdaderos “sans-culottes” durante la Revolución francesa. Entre nosotros, Sir Mathew Hale demostró la debilidad de la propuesta, atrayéndose “a todas las personas serias, e incluso cerrando las bocas de los mismos exaltados”.
Pasemos ahora a las pérdidas provocadas por individuos, cuya sola mención esperemos sirva como amuleto para conjurar para siempre los demonios de la destrucción literaria. Uno de los casos más interesantes es el de la biblioteca de Aristóteles, quien primero fue conocido por el término griego que significa "coleccionista de libros". Sus obras han llegado a nosotros por accidente, pero no sin daños irreparables, y con sospechas fundadas acerca de su autenticidad. Estrabón cuenta la historia en su libro décimo tercero. Los libros de Aristóteles pasaron de su discípulo Teofrasto a Neleo, cuya descendencia, raza iletrada, los mantuvo encerrados, sin usarlos, ¡bajo tierra! Un coleccionista curioso de nombre Apelión los adquirió y, al hallar los manuscritos dañados por el tiempo y la humedad, supuestamente suplió sus deficiencias. Es imposible saber en qué medida Apelión oscureció y corrompió el texto. Pero el daño no acabó ahí. Cuando Sila, tras tomar Atenas, los trajo a Roma, los puso bajo la custodia de un tal Tiranio, un gramático que empleó escribas para copiarlos. No pudo evitar que pasaran por sus manos sin corregirlos, tomándose amplias libertades en ello. Estrabón es duro: “Ibique Tyrannionem grammaticum iis vsum atque (ut fama est) intercidisse, aut invertisse.”. Aunque él lo considera solo una hipótesis, el dato parece confirmarse por el estado en que hemos encontrado tales obras: Averroes declaró que leyó cuarenta veces a Aristóteles antes de llegar a entenderlo perfectamente; afirma que lo comprendió sólo la primera y la última vez. Y para demostrarlo publicó cinco infolios de comentarios.
Hemos perdido mucha literatura valiosa a manos de descendientes iletrados o malintencionados de personas ilustradas e ingeniosas. Muchas de las cartas de Lady Mary Montague han sido destruidas, me cuentan, por su madre, que no aprobaba que pudiese deshonrar a su familia añadiéndole honores literarios; y unas pocas de sus mejores cartas, reciente publicadas, fueron halladas ocultas en un viejo baúl familiar. Habría mortificado a su señora madre haber oído que su hija era la Sevigné de Inglaterra.
A la muerte del docto Peiresc, se descubrió una habitación de su casa llena con cartas de los eruditos más eminentes: los sabios de Europa se habían dirigido a Peiresc cuando atravesaban dificultades, por lo que éste fue llamado abogado defensor de la república de las letras. Su sobrina, a la que reiteradamente le propusieron publicarlas, prefirió quemar las doctas epístolas para ahorrarse de vez en cuando una carga de leña.
Los manuscritos de Leonardo da Vinci también fueron víctima de sus familiares. Cuando un coleccionista curioso descubrió cierto número de ellos, los entregó generosamente a un descendiente del gran pintor, quien fríamente observó que “tenía muchos más en el desván, donde yacían desde hace muchos años, si es que las ratas no los habían destruido”. Nada de lo que este gran artista escribió demostró tal invención.
Menage observa sobre un amigo cuya biblioteca había sido destruida por el fuego, perdiéndose varios manuscritos valiosos, que tal pérdida es una de las mayores desgracias que pueden acaecer a un hombre de letras. Este caballero se consoló de su pérdida componiendo un pequeño tratado De biblioteca incendio. Curioso librito debe de haber sido. Incluso hoy los hombres de letras están expuestos a desgracias similares, pues aunque las casas de seguros cubren libros, nunca permitirán que sean los autores los que valoren sus propios manuscritos.
Un fuego en la biblioteca cotoniana marchitó y destruyó un buen número de manuscritos anglosajones, una pérdida ya irreparable. El coleccionista de antigüedades está condenado a escudriñar una y otra vez los chamuscados fragmentos que se deshacen en sus manos.
El famoso diccionario de persa de Meninsky tuvo un triste destino. Su escasez se debe al sitio de Viena por los turcos: una bomba cayó en casa del autor, consumiendo la mayor parte de su infatigable trabajo. Son pocas las partes de esta obra costosa que no muestran pruebas evidentes del bombardeo, mientras que otras están manchadas con el agua lanzada para apagar las llamas. La más viva descripción de los sufrimientos de un autor por la pérdida de un manuscrito se halla en el caso de Anthony Urceus, uno de los estudiosos más desafortunados del siglo XV. A la pérdida de sus papeles siguió inmediatamente la locura. Poseía un apartamento en el palacio de Forli, donde preparaba una importante obra para ser publicada. Su estudio era oscuro, y generalmente escribía a la luz de una lámpara. Un día que salió dejó la lámpara encendida; rápidamente los papeles se prendieron y su biblioteca quedó reducida a cenizas. Tan pronto como oyó lo sucedido, corrió furiosamente al palacio, y dándose de violentos cabezazos contra la puerta, gritó con blasfemo lenguaje: “Jesucristo, ¿qué crimen he cometido? ¿A cuál de tus creyentes he tratado con tanta crueldad? Escúchame, pues hablo en serio, y estoy decidido. Si por acaso soy tan débil para dirigirme a ti en el momento de la muerte, no me escuches, pues, antes que ir a ti, prefiero el infierno y sus tormentos eternos”. A los cuales, por cierto, daba poco crédito. Aquellos que oían semejantes lamentos trataban de consolarlo, infructuosamente. Abandonó la ciudad, y vivió fuera de sí, vagando por los bosques.
Ben Jonson compuso la Execración de Vulcano con motivo de una ocasión similar: los frutos de veinte años de estudio se consumieron en una hora. Nuestra literatura sufrió, pues además de varias obras de ficción, había muchas colecciones de filosofía, un comentario sobre poética, una gramática crítica completa, una vida de Enrique V, su diario de Escocia con todas las aventuras acaecidas en ese peregrinaje poético y un poema a las mujeres de Gran Bretaña. ¡Qué catálogo de pérdidas!
Castelvetro, el comentarista italiano de Aristóteles, al oír que su casa estaba ardiendo, corrió por las calles gritando a la gente: “¡A la poética! ¡A la poética!”. Escribía por aquel entonces sus comentarios a la poética de Aristóteles.
Se conocen varios casos de hombres de letras que se han alzado de sus lechos de muerte para destruir sus manuscritos. Tales trabajos se han tomado para no dejar su gloria póstuma en manos de amigos sin criterio. Marmontel relata la graciosa anécdota de Colardeau, el elegante versificador de la Epístola de Eloísa a Abelardo de Pope. Este escritor no había destruido una traducción de Tasso inacabada. Al acercarse la hora de su muerte, reunió su obra inacabada, pues sabía que sus amigos no tendrían el coraje de aniquilar ni una sola de sus obras; trabajo reservado para él. Al darse cuenta de que moría, se alzó, como si fuera animado por una acción honorable, se puso en pie y con sus manos temblorosas cogió los papeles y los consumió en una hoguera. He encontrado otro caso de un hombre de letras de nuestro propio país que actúó de manera similar. Había dedicado toda su vida al estudio, habiendo escrito varios volúmenes infolio, que su modestia le impedía exponer a los ojos incluso de sus amigos críticos. Prometió legar sus trabajos a la posteridad, y a veces, con un brillo en su rostro, parecía alegrarse de que no fueran dignos de su aceptación. Cuando iba a morir, su sensibilidad dio la voz de alarma; hizo traer los infolios a su lecho; nadie podía abrirlos, pues estaban firmemente cerrados. A la vista de sus trabajos misteriosos, hizo una pausa. Pareció pensativo, mientras sentía a cada momento cómo le fallaban las fuerzas; de repente, levantó sus manos debilitadas y, en un rapto y con firme resolución quemó sus papeles, sonriendo a medida que el glotón Vulcano engullía cada página. La tarea acabó por agotar sus escasas fuerzas, y poco después expiró. Mrs. Inchbald, en su edad tardía, había escrito su vida en varios volúmenes; en su lecho de muerte, movida quizás por la delicadeza de no provocar ninguna discusión, pidió a una amiga que la destruyera delante de su vista, ya que ella no tenía fuerzas suficientes para completar este oficio de difuntos. Éstos son ejemplos de lo que podemos llamar heroísmo de los autores.
La república de las letras ha sufrido pérdidas irreparables a causa de naufragios. Guarino Veronese, uno de esos eruditos italianos que viajaban por Grecia coleccionando manuscritos, vio recompensada su perseverancia con el hallazgo de muchas obras valiosas. Cuando volvía a Italia naufragó, y desafortunadamente para él y para el mundo, afirma el Sr. Roscoe, perdió sus tesoros. Tanto fue su dolor en esta ocasión que, de acuerdo con el relato de uno de sus paisanos, encaneció de repente.
En torno a 1700, Hudde, un burgomaestre opulento de Middlebrough, animado únicamente por la curiosidad literaria, viajó a China para aprender el idioma y la cultura de este pueblo singular. De un mandarín aprendió los rudimentos tan difícil lengua; ni siquiera la forma de su rostro holandés engañó a los fisionomistas chinos. Obtuvo la dignidad de mandarín, viajó a través de las provincias de esta guisa, y volvió a Europa con una colección de observaciones, el producto de treinta años de trabajo. ¡Y todos ellos se fueron a pique!
La gran biblioteca Pinelia, tras la muerte de su ilustre poseedor, fue embarcada en tres navíos con destino a Nápoles. Perseguido por corsarios, uno de los navíos fue secuestrado; pero los piratas no hallaron a bordo más que libros, que lanzaron al mar. Tal fue el destino de una parte importante de aquella famosa biblioteca. Las bibliotecas nacionales a menudo han sido víctimas del mar, mientras los conquistadores las transportaban a sus propios reinos.
(Traducción: L.M.M.)
Fantástico el texto, es de agradecer su traducción: la quema de libros siempre me ha parecido un tema apasionante, lleno de simbolismo que varía según las épocas y según los casos. Ignoraba muchas de las anécdotas que se recogen aquí.
ResponderEliminarRecientemente he subido a mi blog un texto de opinión relacionado con este asunto, me permito la libertad de añadirlo a modo de Nota a pie de página, quizá sea de su interés.
«Libro y fuego» http://wp.me/p3vtXo-3B
Muchas gracias por su comentario, y por añadir el link a su comentario sobre este asunto, que a mí también me parece particularmente sugestivo.
EliminarLas "Curiosities of Literature", de Disraeli, están llenas de pasajes sabrosos y llenos de erudición -en el mejor sentido de la palabra- como éste. En Inglaterra se continúan reeditando de manera sistemática. Ojalá consigamos también publicarlo algún día en España.
Un saludo