En raras ocasiones la Fortuna ha ido de la mano del Genio:
mientras otros encuentran cien atajos a su palacio, sólo uno, y estrecho, se
ofrece a los hombres de letras. Si tuviésemos que erigir un asilo para genios
venerables, tal y como hacemos para nuestros ciudadanos valientes y desvalidos,
podría inscribirse en su frontón: Hospital
de Incurables. Cuando ni siquiera la Fama es capaz de proteger al genio del
hambre, la caridad debería hacerlo. Y esto no tendría que reputarse una deuda
en que incurre el desvalido, sino un tributo justo que se paga al genio
personificado. Incluso en los tiempos ilustrados que corren, muchos han vivido
en oscuridad mientras su reputación se extendía por el mundo; y han muerto en
la pobreza mientras sus obras enriquecían a los vendedores de libros.
Entre los héroes de la literatura moderna, la relación es
tan copiosa como triste. Xilander vendió sus notas sobre Dión Casio a cambio de
una cena. Cuenta que, a los dieciocho años, estudiaba para ganar la gloria; a
los veinticinco, para ganarse el pan.
Cervantes, genio inmortal de España, pasó hambres; Camões,
orgullo solitario de Portugal, murió, privado de lo necesario para la vida, en
un hospicio en Lisboa. Este hecho se ha conservado accidentalmente gracias a
una nota hallada en una copia de la primera edición de Os Lusíadas, en poder de Lord
Holland, escrita por un fraile que debe de haber sido testigo de la muerte del
poeta y que probablemente recibió el volumen que conserva ahora el triste
memorial de las propias manos del infeliz poeta: “¡Qué lamentable cosa ver tan
gran genio así recompensado! Lo vi morir en un hospicio en Lisboa, sin apenas
una sábana para cubrirse, después de haber triunfado en las Indias Orientales y
de haber viajado 5.500 ligas! Qué sabio consejo para aquellos que se fatigan
día y noche en el estudio sin provecho alguno”. Camões, ante la queja de un
hidalgo de que no había cumplido su promesa de escribirle ciertos versos,
respondió: “Cuando escribí versos era joven, comía bien, amaba y era amado por
muchos amigos y por las mujeres; sentí entonces ardor poético; ahora carezco de
espíritu, mi mente no encuentra paz. Si mi javanés me pide dos monedas para
comprar leña, no he de encontrar yo de donde sacarlas”. Los portugueses, tras
su muerte, dieron la gloria al hombre de genio al que habían matado de hambre.
Vondel, el Shakespeare holandés, quien compuso buen número de tragedias
populares, vivió en la más absoluta pobreza, muriendo a la edad de noventa
años: hizo llevar su ataúd por catorce poetas, quienes, si no de su genio,
seguramente participaron de su pobreza.
El gran Tasso se vio en la tesitura de tener que pedir a un
amigo una corona para subsistir toda una semana. Describirá su angustia en un
bello soneto, que dedica a su gato, donde le pide que le asista en la noche con
el brillo de sus ojos, —“Non avendo candele per iscrivere i suoi
versi!”. ¡Por carecer de velas con que alumbrar sus versos!
Gracias a la liberalidad de Alfonso, Ariosto pudo
construirse una pequeña casa, pero la amuebló muy pobremente. A aquel que le
dijo que una casa así no era digna de alguien que había levantado tan bellos
palacios en sus obras, Ariosto respondió que la estructura de las piedras y la
de las palabras no es la misma: “Che
porvi le pietre, e porvi le parole, non è il medesimo!”. Su casa se
conserva aún en Ferrara. “Parva sed apta” (“pequeña, mas suficiente”), la
llama, enorgulleciéndose de haberla pagado con su propio dinero. Esto lo
escribió en un momento de buen humor, que no siempre le acompañaba, pues en sus Sátiras se queja amargamente de las ataduras
de la dependencia y la pobreza. No podía imaginarse el poeta que el commune compraría esta pequeña casa con fondos
públicos, ¡y la dedicaría a su inmortal memoria!
El ilustre Cardenal Bentivoglio, ornato de Italia y de la
literatura, languideció, en su edad provecta, en la más angustiosa pobreza; y
habiéndose visto obligado a vender su palacio para satisfacer a sus acreedores,
no dejó nada tras de él salvo su fama. El sabio Pomponio Laecio vivió en tal
estado de pobreza que su amiga Platina, que escribió las vidas de los papas, y
un libro de cocina, lo cita en este último observando que si a Pomponio Laecio
le robaran una docena de huevos, no tendría con qué comprar otra docena. La
historia de Aldovrandus es noble y patética; tras gastar una vasta fortuna en
sus colecciones de historia natural y en cobijar a los primeros artistas de
Europa, sufrió hasta la muerte en el hospicio de la ciudad, cuya fama había
contribuido sobremanera a engrandecer.
Du Ryer, célebre poeta francés, se veía obligado a trabajar
apresuradamente y a vivir en una cabaña de un oscuro poblacho. Su librero
compró sus versos heroicos a razón de cien soles por cada cien versos,
cincuenta en el caso de los de arte menor. ¡Qué interesante la descripción que
nos ha dejado un contemporáneo de la acogida que recibió, en una visita a Du
Ryer, por parte de este poeta ingenioso y pobre! “Un bello día de verano fuimos
a su casa, a cierta distancia de la ciudad. Nos recibió con alegría, nos habló
de numerosos proyectos, y nos mostró varias de sus obras. Pero lo que más nos
sorprendió fue que, sin temor a exhibir su pobreza, nos ofreció un tentempié.
Nos sentamos bajo un enorme roble, con agua fresca y pan sin cerner, y él
recogió una canasta de cerezas. Nos atendió con gozo, y al despedirnos de este
hombre amigable, ya envejecido, no pudimos evitar las lágrimas, por verle tan
maltratado por la fortuna, pues nada le quedaba salvo la gloria literaria”.
Vaugelas, el más cultivado escritor que ha dado la lengua
francesa, que dedicó treinta años de su vida a la traducción de Quinto Curcio
(algo que los traductores modernos no se atreverían ni siquiera a concebir),
murió sin poseer nada de valor salvo sus preciosos manuscritos. Este ingenioso
académico legó su cadáver a la ciencia para que sus acreedores pudiesen saldar
sus deudas.
Luis XIV honraba a Racine y Boileau con una audiencia
privada al mes. Cierto día, el Rey les pidió novedades del mundo literario.
Racine respondió que había presenciado un triste espectáculo en casa de
Corneille, a quien halló moribundo, y sin poder echarse a la boca ni un triste
caldo. El rey se quedó pensativo, en silencio, y envió al poeta agonizante una
cantidad de dinero.
Dryden vendió a Tonson diez mil versos por menos de
trescientas libras, tal y como puede verse en el contrato que ha sido
publicado.
Purchas, quien durante el reinado de nuestro primer Jacobo
había pasado su vida en viajes y estudios para componer su Relation of the World, cuando
la dio a la luz pública recibió como recompensa por sus trabajos la prisión, a
causa de una demanda de su editor. El mismo libro que, nos cuenta en su
dedicatoria a Carlos I, el padre de éste leía cada noche con gran provecho y
deleite.
El Marqués de Worcester, en una petición al parlamento
durante el reinado de Carlos II, ofreció publicar los cientos de procesos y
máquinas enumeradas en su Centenary
of Inventions, volumen extremadamente curioso, con la condición de que el
dinero se empleara en liberarle
de las dificultades en que se había visto envuelto por el desarrollo de sus útiles
descubrimientos. La petición no parece haber sido atendida. Muchos de estos
inventos admirables se han perdido. La máquina de vapor y el telégrafo se
encontraban quizás entre ellos.
Según el Manustricto Harleano 7524, Rusworth, autor de Historical Collections, pasó el
último año de su vida en prisión, donde, de hecho, murió. Tras la Restauración,
cuando presentó al rey varios de los libros del privy council que había salvado de la destrucción,
recibió como única recompensa el agradecimiento de su majestad.
Rymer, el coleccionista de los Foedera, debe haber quedado
reducido a un triste estado, según se deduce de la siguiente carta que
encontré, dirigida por Peter le Neve, Norroy, al Conde de Oxford: “Mr Ryner el
historiógrafo me pide que presente a vuestra merced el estado de sus asuntos.
Se vio forzado hace algunos años a separarse con todo su pesar de sus libros
impresos para poder subsistir; y ahora, dice, se verá forzado a vender todas
sus colecciones de manuscritos al mejor postor, si vuestra merced no se sirve
comprarlos para la biblioteca de la Reina. Son cincuenta volúmenes en folio de
asuntos públicos que ha recogido, mas no dado a la imprenta. Pide por ellos
quinientas libras”.
Simon Ockley, un gran estudioso de la literatura oriental,
dirigió una carta al mismo conde, en la que describe sus afanes con vivos
colores. Tras haber dedicado su vida a las investigaciones asiáticas, poco
comunes entonces, tuvo que sufrir la mortificación de datar su magna obra desde
el Castillo de Cambridge, donde había sido confinado por deudas. Con aire de
triunfo, siente el entusiasmo de un mártir por la causa por la que perece.
Publicó su primer volumen de la Historia de los Sarracenos en 1708; y siguiendo con ardor sus
estudios orientales, dio a la prensa su segundo volumen diez años más tarde,
sin mecenazgo alguno. Aludiendo a la necesidad de alentar a la juventud para
que pueda superar los obstáculos que inevitablemente surgen en tales estudios,
afirma ser consciente de que “los jóvenes difícilmente podrán sentirse atraídos
por la perspectiva de encontrar en prisión el tiempo necesario para dar a la
imprenta documentos que han reunido infatigablemente y, a menudo, a expensas de
todo lo demás, de las otras comodidades de la vida, en aras del público. Ni
siquiera aunque yo les asegurara, desde mi propia experiencia, que he disfrutado mayor libertad, más
agradable deleite, más sólido reposo en los seis meses que he pasado AQUÍ que en los nueve años anteriores. Desdichado el historiador que
emprende la tarea de escribir las vidas de otros, antes de saber como vivir la
suya propia. Y no hablo así porque piense que tenga una justa causa para
estar enfadado con el mundo. Siempre he pensado que la posesión de sabiduría es más importante que la posesión de riquezas”.
Spenser, hijo de la Invención, sufrió la miseria toda su
vida. “Lord Burleigh”, afirma Granger, “quien presuntamente evitó que la Reina
le diera cien libras, parece que prefería al más bajo escribano de su oficina
antes que a aquel”. El Sr. Malone intenta demostrar que Spenser recibía una
pequeña pensión; pero no debemos olvidar los versos quejumbrosos del poeta.
Perder días enteros, malgastar largas noches, y, exclama compungido:
“Adular, doblarse, esperar, cabalgar, correr,
apresurarse, dar, pasar necesidades, ¡acabar en la ruina!”
¡Qué triste la muerte de Sydenham, que ha entregado su vida
a una laboriosa traducción de Platón! Murió en una cárcel para deudores, y al
parecer, fue su muerte la que dio pie al Fondo Literario “para socorro de los
autores”.
¿Quién emprenderá trabajos de relieve tras leer estas
anécdotas? El Doctor Edmund Castell pasó gran parte de su vida compilando su Lexicon Heptagloton, al que
dedicó sufrimientos increíbles, empleando en su redacción no menos de 12.000 libras , lo que
quebró su salud y acabó con su fortuna. Al final su obra fue impresa, pero las
copias quedaron sin vender en sus manos. Hallamos en su prefacio una curiosa
descripción del trabajo literario: “En cuanto a mí, me he mantenido
ininterrumpidamente ocupado durante tal número de años en este masa”, Molendino, la llama, “que me
parecía festivo el día en que no trabajada dieciséis o dieciocho horas en estas
enciclopedias inacabables y estas Biblias políglotas”.
Le Sage vivía en una pequeña cabaña mientras daba al mundo
los más agradables relatos, y parece que logró sobrevivir en su edad provecta
gracias a los cuidados filiales de un buen hijo, actor de cierto talento.
Ojalá, no obstante, todo hombre de letras pudiese aplicarse a sí mismo el
epitafio de este escritor:
“Bajo esta tumba yace Le Sage abatido
por la hoz de la Parca importuna;
si no fue compañero de la fortuna,
sí fue amigo de la virtud”
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