Luis Pignatelli, nom de plume de Luís Oliveira de Andrade,
nacido en Espinho en 1935 y muerto en Lisboa en 1993. Con un solo libro
publicado en vida (Galáxias, 1973), la
mayor parte de sus poemas aparecieron en revistas del más diverso pelaje o bien
permanecían inéditos en el momento de su muerte. En 1999 la editora &etc reunió
un buen número de ellos en un volumen titulado Obra poética. La imagen que este espejo nos devuelve es poliédrica,
pero nunca fragmentaria. Pignatelli se atrevió a frecuentar casi todos los
modos de decir de la poesía de su tiempo: desde el neo-realismo hasta la poesía
concreta, pasando por el surrealismo o por una poesía verbal próxima al grupo “Poesía
61” . Y en esa
audacia, que muchos entienden perjudicial para la obra de un poeta, veo yo la
lucidez del inconforme, del inseguro, del que siempre busca nuevas maneras de aproximarse
a lo que, en última instancia, no se puede nombrar. Pignatelli fue, por último,
un espléndido traductor de nuestra lengua: entre otros, vertió al portugués a
Neruda, Vallejo, Cernuda, Borges,… Aquí queda uno de sus poemas más verdaderos,
la
visita -1
para Pedro Marcos, mi hijo
están allí,
todavía, las paredes de la casa, las ventanas de guillotina, la puerta alta,
con batientes de hierro, una higa mirando hacia abajo, mano abandonada y ya sombría,
tejas cubiertas de musgo, rotas, desperdigadas por el pequeño jardín lleno de arbustos, malas hierbas, un rallador de patatas (nuestro
realejo) herrumbroso, una palangana esmaltada con dos pájaros azules, volando,
en los lados, corroída, viéndose aún los clavos de aluminio que cubren agujeros
antiguos
la abuela llenaba
la palangana de agua, ponía dentro las lechugas, las lavaba, había también una
maceta con perejil y hierbabuena, me gustaba la sopa de carne con una hoja de
hierbabuena dentro, el aroma se extendía por toda la casa y el humo de la
cocción empañaba los cristales del aparador de la cocina
por la tarde, el
abuelo arrastraba hasta el patio su balancín holandés, se sentaba, mirnado al palomar, atento a los movimientos de los gatos callejeros, sobre las
rodillas una escopeta (en agosto iba con él a tórtolas) con incrustaciones de
plata y madreperla en la culata, un día mató uno de esos gatos, dijeron
entonces que su vida tendría siete años menos, el abuelo murió con noventa,
quizás sería por eso
la abuela, ella,
murió mucho antes, tenía una cara oval como las de los libros iluminados, una
señal en la barbilla, los ojos muy negros, rezaba al santísimo, toda la noche,
con un rosario de cuentas de algarrobo (eran como campanillas de viento,
murmullo fino), pasando las simientes una a una, meticulosamente, con sus dedos
largos y blancos, algo nudosos ya, como quien separa el grano de la paja
a la cintura, sobre
una de las sayas de merina negra, una faltriquera de terciopelo, en forma de corazón,
bordada al matiz, donde guardaba las llaves de la despensa, el dinero y las
medallas de los santos que veneraba, colgadas en un imperdible, en invierno nos
curaba los sabañones, nos refregaba limón por los pies y por las manos, sabía
curar el mal de ojo y la erisipela, creía en brujas y una vez nos contó que en
noches de luna llena bailaban sobre las pezuñas, entre las moreras bravas,
junto al río, donde también vivía una culebra de siete cabezas
miro lo que queda
de la casa, rememoro: a partir de la segunda ventana, del lado sur, estaba mi
habitación, daba a una plaza de grandes plátanos, a veces, de noche, me
despertaba con el ruido de las motocicletas, me levantaba, iba a ver, miraba
por entre las cortinas todas cubiertas de puntitos negros que las moscas
defecaban en el verano, fuera, el follaje se estremecía, mis ojos veían una celosía
de sombras, después el silencio, volvía a la cama, los pies congelados en el
suelo frío, así me quedaba, en cuclillas, las rodillas junto a la boca, largo
tiempo, mirando las vigas carcomidas, un polvo fino desprendiéndose de lo alto,
cayendo, formando pequeñas pirámides en las esquinas de la habitación, oyendo esos
berbiquíes de lumbre incendiando el corazón de las tablas, hasta dormirme
por la mañana se
abrían las grandes hojas de las ventanas, la luz entraba, todo se limpiaba, ya
no se podía dormir, a esa hora la abuela ya había bajado del desván donde hacía
sus inhalaciones con hojas de eucalipto, se limpiaban los huevos, aún calientes de la
gallina, se regaban los geranios del balcón, se tomaba la leche con café de
cebada y rebanadas de pan negro con
azúcar mascabado y aceite
de noche, en el
verano, los escarabajos caían de los árboles con un ruido sordo, les clavábamos
alfileres en la espalda, las alas crujían, se abrían como un abanico, mirando
hacia arriba, estremeciéndose, parando después con un estertor súbito, una masa
blanca, pegajosa escurría del abdomen, hormigas devorando sus cuerpos inertes,
a la mañana siguiente, cargando lentamente hacia sus hormigueros pedazos de
alas, patas, élitros, su alimento
miro ahora hacia el
palomar: veo la higuera con las ramas dobladas hasta el suelo, las hojas
ásperas, de un verde herrumbroso, deshilachadas, los campos desolados al fondo,
el rastrojo quemado, el otoño
avanzo por entre
las ortigas altas, me quedo parado en medio de la casa, miro una vez más las
paredes, el asiento de una silla abandonado en un rincón, lleno de babosas,
hongos, líquenes, la escalera del desván desmantelada, el suelo de baldosas con
la gran mesa de pino donde el abuelo colocaba las tórtolas, las liebres, las
codornices, entre ristras de cebollas, lombardas, ajos, ramos de laurel, el cinto
con los cartuchos vacíos, la escopeta de dos caños y un olor a pólvora,
intenso, acre
rememoro
(De Luis Pignatelli,
Obra poética, 1953-1993, &etc,
1999;
Traducción: LMM)
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