Creo
que la salida en Tinta da China de
"Puta que os pariu", la biografía de Luiz Pacheco escrita por João Pedro George, es
ocasión propicia para hablar del enfant
terrible de la literatura
portuguesa de la segunda mitad del XX. Aunque más que enfant terrible, Pacheco fue,
desde niño, un viejo, un vieillard
terrible, o por decirlo en vernáculo, un velhote o un viejo verde
que escribe. Del joven apadrinado por los surrealistas del "Café
gelo" al pope borrachales que, desde el púlpito soez de un manicomio o una
residencia de ancianos, predicaba en sus últimos años de vida la
anti-literatura a una grey de jóvenes aspirantes a
escritor cada vez más numerosa (http://www.youtube.com/watch?v=2LRE0-iikNc), Pacheco es el negativo fotográfico del hombre
de letras, del intelectual, del crítico, del editor, de toda esa caterva de
chupópteros que pululan en torno a la literatura y que serán siempre el blanco
favorito de sus dardos envenenados. Los destinatarios inmediatos del
exabrupto que da título al libro de George, del corte de mangas, el “manguito”,
el “Toma!”, que el Pacheco icónico de la fotografía, heredero universal y conciencia
contemporánea del genial Zé Povinho de Bordalo Pinheiro, les obsequia.
El desasosiego que provoca Pacheco no deriva de sus vicios
humanos (cultivó y derrochó generosamente, al menos, los siete capitales), sino
de su lacerante empresa literaria. Pese a un meditado cultivo de la máscara
del outsider, Pacheco nunca renunció a las canonjías de los
escritores del establishment.
Bien al contrario, las buscó desesperadamente, por todas las vías,
mendigándolas cuando hizo falta a los escritores "profesionales", a
los editores y directores de las revistas; a los políticos. Y para tratar de conseguirlas empleó un amplio (y literario)
repertorio: desde el "sableo" más típico del lumpen valleinclanesco (reforzada la apelación
a la hermandad literaria por la amenaza de una pluma mordaz) hasta la
mendicidad de ciego en la plaza pública ("Uma esmolinha, por amor de Deus!
Uma esmolinha!"). En una vida regida por sus propias tablas de la ley,
inscritas con solo dos mandamientos (Odiarás al burgués sobre todas las cosas; Sobre
todos los burgueses, odiarás al écrivan
serieux), “vivir de la literatura”, esa puta, fue su único proyecto vital
en positivo; su principal fracaso. ¿Qué distancia separa al escritor que se
jactaba de ser uno de los dos o tres en Portugal que podían vivir
exclusivamente de su escritura del pedigüeño empedernido, incapaz de alimentar
a sus hijos, coleccionista de sucesivas mujeres, analfabetas y jóvenes hasta
rozar la ilegalidad, frecuentador de pensiones de mala muerte, despojo humano?
¿Cuál al padre de Pacheco —funcionario gris o flâneur— que fracasó a los ojos siempre acusadores del hijo por nunca atreverse a
dedicarse de lleno a la escritura, del propio Pacheco, fracasado precisamente
por haber elegido ese camino? La bilis que rezuman muchos de sus escritos es la
del que no soporta ver a aquellos que, teniendo talento para vivir de la
literatura, carecen de la audacia necesaria para dar el salto mortal. El grito
desesperado del que contempla las naves ardiendo tras de sí y, al volver la
vista hacia adelante, solo halla el páramo aterrador de la literatura. La
crítica más dolorosa para Pacheco (porque es aquella que le toca en lo más
íntimo, quizás la figura de su padre, escritor fracasado) es, por tanto, la que
dirige (por ejemplo, en "Comunidade") a los escritores que derrochan
su talento. "Parásitos chulos (los más criminales) de su propio talento
desperdiciado: las horas del reloj de estos y de los otros y los desechos de
todos, que todo tiene su calor y su ejemplo; o frustrados fracasados intentando
arrastrar a los más al pozo donde se dejaron caer por impotencia de crear, pereza
o cobardía (pero la tumba nada perdona). Cadáveres malolientes, viciosos de
mañas y muy mal enmascarados. Mierda que respira".
Pero el Pacheco-hombre de letras nunca consiguió seguir el
paso acelerado del Pacheco-hombre (éste sí un verdadero aspirante a lumpen) en su descenso a los
abismos. Alumno ejemplar de Vitorino Némesio —muñidor de futuros literarios,
poseedor de las llaves de todas las revistas literarias— en la Facultad de
Letras de Lisboa, colaborador temprano de publicaciones periódicas, fundador de
su propia y pronto mítica editorial (Contraponto) con tan solo veinticinco años, profanador siempre de los sepulcros blanqueados... El
Pacheco alcohólico e incapaz de alimentar a sus hijos y el Pacheco que descubre
a Cesariny o Herberto Helder —editándolos por primera vez— solo se tocan, como
no podía ser de otra manera, en la literatura. En una peculiar fusión
(desprovista de todo artificio) entre vida y obra reside la principal
originalidad de una narrativa parcial, caótica, magmática. Que, al primer
contacto, quema la piel, pero que pronto cicatriza sin dejar rastro visible,
apenas una tenue memoria. “Literatura comestible” que, acabado su ciclo
metabólico, es excretada con naturalidad, sin remordimientos y que, no
obstante, aquí y allá, en uno u otro panfleto, consigue emocionarme, conduciéndome ante
las puertas gozosas y lacerantes de la memoria. Pues si en algo Pacheco es
libérrimo (el libertinaje de Pacheco es una peculiar interpretación portuguesa)
es en la elección de su materia literaria. Así, algunos de sus mejores
opúsculos parecen, por intención y punto de vista, salidos más de un esquizoide yo poético
que de un narrador omnisciente. Pacheco, como buen pecador, late con más intensidad
en la ternura inacabable del ególatra que en la provocación pura; en la cama atestada de miseria y de
calor humano que en el flirteo homosexual en una católica, apostólica y romana ciudad de provincias del Portugal del fin del salazarismo.
A
Pacheco, sus contemporáneos portugueses lo leyeron poco y mal. El aura de
crítico feroz y editor audaz, de víctima de la censura y la represión del
régimen, las enemistades justificadas o gratuitas acabaron por ocultar la tarea
del escritor, siempre incoherente, nunca proclive a las concesiones (al lector,
al editor, al tiempo). Hoy, una nueva generación de poetas y escritores
portugueses han hecho de Pacheco símbolo de un malestar, el que origina la
paradoja suprema de todo escritor: la necesidad de demoler un sistema al que no
puede dejar de pertenecer. ¿No es tiempo ya de que podamos amarlo u odiarlo en
nuestra lengua?
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