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El magro volumen blanco del Fondo de Cultura Económica que reúne los Tres libros de Torri (tres —Ensayos y poemas; De fusilamientos; Prosas dispersas— que, en realidad, fueron dos que, en realidad, fueron siempre uno y el mismo) ocupa en la balda de mi biblioteca el lugar que ya ocuparon, en la adolescencia y primera juventud, las Meditaciones de Marco Aurelio. Un lugar discreto, pero siempre a mano, estratégicamente situado para ser fácil de alcanzar cuando sea necesario —donde los botes salvavidas en las cubiertas de los trasatlánticos; donde el modesto papelillo donde hemos anotado la combinación de una caja fuerte. Y es que, cuando los diques, habitualmente sólidos, de la costumbre ceden ante la última y redoblada sacudida de la estupidez humana (que siempre comienza y siempre se agota en uno mismo), a Torri hoy, como a Marco Aurelio entonces, acudo con la urgencia del neurótico que rebusca su ansiolítico en medio de una montaña de inútiles antiácidos. Y en la “filosofía de pantuflas” de Torri hallo mis propias Consolaciones —me basta con leer uno de sus textos para comenzar a sentir cómo comienza a circular por mis venas una serenidad inigualable que nace de una certeza oscura, la certeza de que lo único que realmente merece la pena es dar el siguiente paso, ese paso irónico e indiferente del que lo da aunque conoce que va contra toda razón, pues no habrá suelo alguno que lo sostenga.
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